Por: Pascual Gaviria Uribe.
Iba en busca de una leyenda familiar. Un lugar descrito mil veces con las mismas historias y casi las mismas palabras, imaginado de formas distintas, acompañado con la sencilla certeza que dejan las fotos en un álbum ya borroso.
Tenía solo los nombres de la escuadra formada por dos calles: Seminario con Juana de Lestonac. Hace 50 años una pareja de recién casados en Medellín terminó viviendo en el primer piso de un edificio sobre esa calle con nombre de Santa en la capital chilena. Medellín era una naciente ciudad con ínfulas y Santiago de Chile estaba en la cola del mundo para la joven pareja de montañeros. Allá nació su primer hijo, una “guagua” según se le llamó siempre señalando las fotos del bautizo, y siguiendo el bautizo que los lugareños les dan a los bebés.
El taxista debió preguntar dos veces por radio a sus colegas sobre esa encrucijada tan extraña y caprichosa para un turista. Cuando supo dónde diablos quedaba la sacra dirección me examinó por el retrovisor y me preguntó qué iba a buscar a ese sitio. Salí del hotel solo, sin contarle a nadie de mi excursión, convencido de que caminaba hacia el más personal y desconocido de los destinos. Pero un minuto más tarde ya le había revelado al taxista de turno mi peregrinación, los anhelos de mi viaje mítico, las expectativas de quien espera encontrar un rastro venerable, una emoción en las rejas que cubren un jardín común entre dos edificios rojos de cuatro pisos.
Al bajarme el hombre me miro con algo de compasión y complicidad, intentando entender mi recorrido. Estuve cerca de leerle una frase de Proust que llevaba como antídoto y amuleto para acompañar ese paseo de nostalgias inventadas: “Lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado.”
Cuando llegué al lugar exacto, silencioso en la tarde de una afortunada huelga de maestros, me di cuenta que mi excitación me delataba. No había sido solo el olfato del taxista y la dirección atípica, ahora, mientras miraba los edificios, los carros, las tiendas y las abuelas cargando a las guaguas en el parque, un hombre me gritaba desde la acera opuesta, me preguntaba cuál carro me interesaba comprar y me señalaba una reliquia azul, cubierta de lo que parecía un polvo de cincuenta años. El hombre era el loco del barrio, lo delataba su tono y la cara risueña de los transeúntes que vieron la escena. Ahora no solo había sido descubierto al dar el primer paso sino burlado en el momento extático. Al frente una tienda lucía un aviso que me pareció una burla: “Llegó carbón”, decía con letra chueca sobre cartón. Un anuncio escrito para otro tiempo.
Me dediqué a las fotos y los videos con el teléfono y me convertí en el loco del barrio. Ahora los vecinos me miraban extrañados mientras grababa y disparaba contra un barrio en el que no pasaba nada, mientras anotaba en la libreta y me daba bendiciones en ese lugar rodeado de calles intimidantes: Monseñor Miller, Arzobispo Vicuña, Obispo Salas.
Era el momento de entrar a la iglesia de los Santos Ángeles Custodios. Estaba absolutamente vacía. Solo risas y cuchicheos tras una puerta lateral que llevaba a la sacristía. Fui hasta la pila bautismal, toqué su pequeño foso húmedo, frío, la misma cavidad de los primeros tiempos de una historia familiar, de ese “pequeño reino, como llaman los sentimentales a la familia”.
Al final, ya sentado en la mesa de un restaurante, concluí que el hambre de quien a las cinco de la tarde ha tenido como almuerzo tres cervezas, había ayudado mucho a mis arrebatos de viajero en el tiempo. Entendí la importancia del ayuno para los místicos y sus visiones.
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