Una vez más, la Organización Mundial de la Salud (OMS), organismo de las Naciones Unidas que debería velar por la alimentación, ha sembrado el pánico entre los consumidores, en este caso entre los del llamado Primer Mundo, al advertir de los supuestos efectos cancerígenos de las carnes rojas, entre otras.
Son ustedes muy dueños de preocuparse, como sin duda se preocuparon ante aquella gripe aviar pandémica que hizo que los Estados se gastaran un dineral en adquirir unas vacunas que resultaron ser totalmente innecesarias. Y es que patinazos de estos son cosa frecuentísima en esa organización.
Las carnes rojas, y encima muy hechas, son cancerígenas, proclaman. Pueden favorecer la aparición de cáncer de colon, cosa que tiene su lógica dado el camino que siguen los alimentos en nuestro cuerpo.
No tengo estadísticas del número de cánceres de colon en Uruguay o Argentina, ni en el País Vasco, lugares donde se adoran esas carnes y, en el caso de los dos países sudamericanos, se cocinan a punto fuerte. No parece que ese número sea alarmante.
Defienden el consumo de carne de pollo, de pavo… Casualmente, el primer productor mundial de ambas especies de ave son los Estados Unidos de América.
Ya tenemos una lucecita: cuando se decidió que el aceite de oliva era malo para la salud, se trataba de promocionar los de soja y girasol. Luego hubo que rectificar. Pero periódicamente la OMS siembra alarmas, ante las que lo único que hay que preguntarse es “qui prodest?” (¿a quién beneficia?)
Pero vamos a otra cosa: la OMS carga contra las carnes procesadas, sean ignota salchichas de a dólar la docena, sea contra jamones ibéricos o salami italianos, en ambos casos maravillosos. Alimentos procesados. Vamos a recordar las cinco “gamas” en las que se divide a los alimentos.
Primera: alimentos frescos, sin manipular. Los que tiene usted en su mercado.
Segunda: alimentos en conserva.
Tercera: alimentos congelados.
Cuarta: alimentos manipulados (pelados, troceados, etc.)
Quinta: alimentos elaborados, cocinados, envasados y, normalmente, ultra congelados.
Esta “quinta gama” está invadiendo nuestros hogares. Es cómoda: no hay más que abrir el envase, calentar su contenido y ponerlo bonito en el plato. Pero hay un problema: no controlamos lo que comemos. Bajo una nube de siglas jeroglíficas se esconden conservantes, estabilizantes, colorantes, emulgentes, saborizantes y muchas cosas más. Ustedes verán lo que comen.
Pero, de verdad, si les pide el cuerpo una hamburguesa, vayan a su carnicero y compren buena carne de res, con alguna grasita. En su casa, piquen la pieza a cuchillo del grosor que apetezcan. Pónganle los “sacramentos” que prefieran, y cocínenla al punto que más les guste. Tendrán una hamburguesa de calidad y, sobre todo, de confianza.
Bueno, pues los jóvenes de la casa, los asiduos de los McDonald’s, Burger King y similares, les dirán que prefieren las de fuera, que saben distinto. Claro: llevan cosas que usted en su casa no les pone, de las que normalmente no sabemos nada.
Mi consejo es que no se apuren por la nueva campaña alarmista de la OMS; ya saben que cuando el diablo se aburre o no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo, o al menos las espanta. Es increíble la cantidad de gente de este tipo de organismos que parece no tener nada mejor que hacer. Y les pagan.
En cuanto a lo que comen, está muy claro. Vale la pena recuperar el placer de ir al mercado, el hábito de cocinar, que suele ser muy gratificante, y, a poder ser, el de comer en familia.
Saber lo que se come es, de verdad, la clave de la cuestión. Y las etiquetas de “quinta gama” son, en gran parte, muy poco reveladoras. Pero si ven más letras seguidas de números que lista de ingredientes conocidos, mejor las dejan en el anaquel. Con las cosas de comer es mejor no jugar. Ni jugársela. Caius Apicus, Madrid, EFE
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