MasterChef, 25 años de la cocina como competición televisiva

MasterChef, uno de los programas de moda en el mundo, cumple un cuarto siglo. 25 años en los que poco queda del formato británico original, salvo el afán de los aficionados a la cocina por ocupar ante las cámaras un espacio tradicionalmente reservado a los profesionales de los fogones.

Aspirantes a chef llevados al límite, jurados que oscilan entre el juez implacable y el cómplice, pruebas de presión o retos en los que cocinar para cientos de personas o comensales “vip” y todo ello bajo la fiscalizadora mirada del reloj, pero también donde, normalmente, reina el buen ambiente.

Un concurso de ritmo trepidante y con un marcado sentido de la competitividad que ha sido capaz de seducir a la audiencia con una fórmula que se puede ver en más de 40 países, desde Argentina a Bangladés, de China a Perú, o de Estados Unidos a Colombia. Todos ellos versiones de una misma franquicia que tiene su origen hace un cuarto de siglo, cuando el dos de julio de 1990 la británica BBC lo puso en antena.

Los programas de cocina son un clásico en la pequeña pantalla, aquellos en los que un chef, con mayores o menores capacidades didácticas, guía a la audiencia para resolverle la comida del día, una fórmula que ha ido abriendo sus fronteras más allá de las amas de casa a las que, en un principio, estaban dirigidos.

Sin embargo, con MasterChef cambiaron las tornas: el aficionado con ciertas dotes culinarias detrás de las cocinas, mientas que el chef es el nuevo espectador, pero con ese poder que muchos televidentes quisieran tener, el de sacar del programa a quien no da la talla.

El padre de esta idea “revolucionaria” fue un hombre polifacético, el director de cine, empresario, guionista y productor televisivo Franc Rodamm, uno de cuyos trabajos más reconocidos fue la película “Quadrophenia” (1979), quien con su nuevo programa quería “democratizar la comida”.

A comienzos de la década de los noventa Masterchef poco se parecía al macroconcurso actual, ni siquiera existía el famoso logo de la “M” rodeada de dos círculos que recuerda una arroba, sino que, en una imagen más acorde a los tiempos, era una medalla con un gorro de cocinero, junto al nombre del programa y el año de la edición.

Presentado por el estadounidense Loyd Grossman, con la ayuda de un cocinero profesional y un famoso, que actuaban de jurado e iban cambiando cada semana, solo eran tres los concursantes que cada semana se enfrentaban para ir superando etapas hasta la final.

Cada concursante, que decidía el menú completo quería cocinar y podían llevar incluso algunos ingredientes y utensilios propios, recibía consejos y explicaba sus decisiones al cocinero invitado y al presentador, todo ello intercalado con pequeños reportajes dedicados a famosos restaurantes y entrevistas.

Y llegado el momento de la verdad, lejos del estrés y las devastadoras críticas a las que algunos concursantes deben enfrentarse hoy, los aspirantes esperaban el veredicto charlando amigablemente con una copa de vino. Ese formato se mantuvo hasta 2001, cuando el programa desapareció y fue recuperado en 2005 con el título de “MasterChef Goes Large” con un estilo renovado y más cercano al actual, hasta que en 2008 recuperó su nombre original.

Fue en ese momento cuando empezó a exportarse a otros países y comenzaron a aparecer sus diferentes versiones: la dedicada a cocineros profesionales, la de niños o la de celebridades.

MasterChef llegó en 2009 a Australia -es una las franquicias con más éxito- y un año después se estrenó en Estados Unidos de la mano de uno de los chef más temidos de la televisión, el británico Gordon Ramsay.

La “locura” por la cocina comenzó así una línea ascendente que no ha parado de crecer y cada nueva edición del programa está precedida de “castings” multitudinarios en los que cientos de personas luchan por una plaza de aspirante.

Desde ese momento vendrán meses de concurso, durante los que convivirán con los otros aspirantes, recibirán formación culinaria, pero también deberán enfrentarse a una presión que muchas veces se traduce en copiosas lágrimas en el plató.

Sin embargo, los concursantes están dispuestos a todo sacrificio para lograr un premio de incluye, según cada país, dinero en metálico, la publicación de un libro de cocina, becas para estudiar en prestigiosos centros culinario, pero, sobre todo, convertirse en el Masterchef. (EFE)


 

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