Vestido con túnica y manto gris, Mario Vargas Llosa no es un loado premio Nobel de literatura, sino un noble medieval que sobrevive a la peste, al menos el tiempo de su salto definitivo a las tablas para encarnar a uno de sus personajes.
Poniendo su actividad literaria en suspenso, desde hace semanas se consagra en Madrid a los ensayos de “Los cuentos de la peste”, su última obra en la que, tras algunas tímidas apariciones sobre los escenarios, a los 78 años se lanza de cabeza a la interpretación. “Para un escritor de ficción, que se ha pasado la vida soñando historias, de pronto convertirse en personaje de una historia, aunque sea por el tiempo fugaz de una obra, es una experiencia realmente extraordinaria”, afirma.
“Creo que todos los seres humanos tenemos esa aspiración, o secreta o explícita, de salir de nosotros mismos, ser otros, tener otras personalidades, encarnar otros destinos”, añade en el escenario del madrileño Teatro Español, sobre el que un asno de cartón piedra yace muerto junto a varias calaveras.
Siento “nervios, muchos nervios, terror, pánico, miedo, me pregunto cada día si no ha sido una locura meterme en esto, y al mismo tiempo es tan estimulante, tan excitante, es una experiencia tan novedosa, tan rejuvenecedora”, había asegurado en la presentación de la obra, que se estrena este miércoles.
Sin miedo al ridículo ni a la crítica, reconoce sentir “mucha inseguridad”, ya que por primeva vez da vida plenamente a un protagonista interactuando con otros cuatro personajes. Todo un desafío.
“Toda mi preocupación tiene que ver con recordar [el texto], al mismo tiempo recordar las instrucciones del director, no desentonar con el trabajo de mis compañeros en el escenario y desde luego la enorme inquietud de lo que podría ser defraudar a los espectadores”, dice.
‘Ejercicio insólito’:
Algo intimidado por la presencia de la prensa, el Nobel peruano toma un sorbo de agua antes de abordar una de las escenas más violentas, durante un ensayo con una de sus coprotagonistas, la española Aitana Sánchez-Gijón. “¡Puedo tocarte y hacer contigo lo que quiera, eres mi mujer! ¡Entiéndelo! Serás mía si es necesario por la fuerza”, declama con voz ronca, mientras con un rascador de madera tira fuertemente del larguísimo cabello de la actriz.
A Sánchez-Gijón la conoce desde que en 2005 el escritor subió por primera vez a un escenario, en Barcelona, para leer junto a ella, y bajo la dirección del catalán Joan Ollé, “La verdad de las mentiras”, una adaptación suya de autores como Cervantes, Borges, Faulkner o Cortázar.
Los tres volvieron a reunirse para representar después otros dos textos de Vargas Llosa, quien fue tomando mayor lugar en el escenario, con lecturas dramatizadas, hasta dar el salto definitivo con esta obra, inspirada en el Decamerón de Boccaccio y ambientada en Florencia durante la peste de 1348.
Todo ocurrió casi sin querer, asegura el escritor. “Ha sido un proceso del que no he sido yo totalmente consciente, me he visto como empujado poco a poco por lo interesante, lo novedoso, lo arriesgado” del teatro, dice casi sorprendido de encontrarse inmerso en esta aventura.
Para sus compañeros de reparto es un orgullo trabajar con él: “¡Mamá, estoy actuando con un Nobel!”, exclama Óscar de la Fuente. “Me siento afortunado por estar aquí y ver cómo se convierte en actor”, asegura Pedro Casablanc.
Por su parte Ollé, que para esta obra sensual e irreverente, exaltación del amor y el sexo, transformó la sala del teatro colocando a los actores en un escenario circular rodeado de público, alaba la paciencia de Vargas Llosa en ensayos largos y repetitivos. “Mario ha sido un colaborador extremo y entusiasta” aunque “creo que tiene más posibilidades de un segundo Nobel que no de un Max o de un Goya”, ironiza en referencia a los premios españoles de teatro y cine.
“Pero tiene una virtud que no he visto en ningún otro actor, ninguno”, subraya. Mientras los demás se obsesionan por no cambiar ninguna palabra del texto, “Mario se subvierte a él mismo y no siempre dice lo que escribió”.
“Muchas veces cambia un adjetivo que en aquel momento no recuerda (…) y dice un sinómimo a veces más feliz que el olvidado”, explica. Se produce entonces el milagro: “Asistimos a un ejercicio insólito de ver como el autor redacta en directo”. (AFP)
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