El viejo que había leído todos los libros

Por: Manuel Guzmán Hennessey.

A celebrar un libro publicado en 1982 he venido hasta aquí. Y con ello, ese género de curiosas coincidencias que a menudo se encarga de sacudirnos para quizás recordarnos que nada somos sin el benigno azar. Que aquella vana enseña a que aspiró el positivismo bien reducida queda a cotidianas hilachas de tiempo, cuando se rinde ante ella la rotunda realidad de lo inexplicado.

Las materias primas de esta columna de azares son en primer lugar la librería Palinuro de Medellín: Libros leídos. En segundo una nota publicada en 1956, en el diario Vanguardia Liberal de Bucaramanga, por Germán Vargas; y en tercero Barranquilla: una hermosa fotografía que pude ver hace poco en la heladería Americana de la carrera 53 y que data ¡vaya uno a a saber! De los años cincuentas o sesentas. Frozomalt y Ambrosía.

La librería Mundo quedaba muy cerca de aquella Heladería Americana de la calle de San Blas, en los bajos del edificio Carrara. Y un poco más arriba, como solemos señalar hacia el norte en Barranquilla, La Cueva, el sitio preferido del Grupo de Barranquilla, donde hoy resulta posible adivinar en sus espacios a Cecilia Porras y Alfonso Fuenmayor, a Germán Vargas y Alejandro Obregón, a Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez.

La cuarta materia prima es un personaje que no era contertulio de la alegre algazara de La Cueva, pero que sin embargo ocupaba sus entrañas como el más conspicuo de todos ellos, y también el más admirado. A él me referiré más adelante. Y como ya habrán adivinado su nombre por el título que lleva la columna, rindo homenaje a su autor, quien no firmó su nota debido a que le fue encargada por ausencia del titular el 31 de diciembre de 1954. Gabriel garcía Márquez, El Espectador, Bogotá, sección día a día. La fuente de mi nota es el prólogo de Jacques Gilard del libro ¡cómo no! Sobre Ramón Vinyes.

Barranquilla, la ciudad industrial y comercial del Caribe colombiano, es más conocida por lo que ahora se conoce como el emprendimiento que por sus dotes literarias y artísticas, no obstante, fue distinta su historia en los albores del siglo XX, cuando casi al promediar su periplo secular, alumbraba sus noches el Grupo de Barranquilla. Y las librería Mundo y La Nacional de la avenida 20 de julio. Y las heladerías La Americana, La Italiana y El Mediterráneo.

Fue precisamente a principios del siglo XX cuando se fundó el Centro Artístico de la ciudad. Así lo recordó Gabriel García Márquez en su aquella columna de El Espectador, publicada el 31 de diciembre de 1954: “Se ha puesto de moda la tesis de que Barranquilla está llegando ahora a la cultura nacional. Podría ser acertada esa tesis, pero también podría serlo la contraria: solo ahora está llegando a la cultura nacional un verdadero interés por las manifestaciones culturales de Barranquilla”.

Pues bien, uno de esos ejemplos es la revista Voces, dirigida por un catalán que como tantos otros migrantes de la Europa de las guerras, decidió quedarse a vivir en Barranquilla en los primeros años del siglo XX, y hacer cultura en su Patria adoptiva.

Su nombre, otra vez, Ramón Vinyes y sobre su trabajo de Voces escribió Germán Vargas en 1997. Voces se alcanzó a publicar entre 1917 y 1920, en aquella ciudad que por entonces recibía en el Teatro Cisneros a las compañías de óperas y zarzuelas que venían de Italia, Francia y España. Es por mi abuelo Guillermo Hennessey que tengo que en el telón de boca del Cisneros rezaba la sentencia “cantando y riendo se corrigen las costumbres”. Antes que Vargas escribió Alvaro Medina una semblanza de Vynes en la revista Pluma (1975).  Pero es la extensa biografía escrita por Pere Elies Busqueta, el trabajo más acabado sobre la prolífica obra del sabio catalán de Cien años de Soledad.

¿Cómo era la Barranquilla de 1910 que Vinyes quería “modernizar, universalizar y combatir sus provincialismos mentales y artísticos”, según escribe Jacques Gilard en el prólogo ya mencionado? Era menos provinciana y más cosmopolita que Barcelona, según anota el mismo Gilard. Y sobre aquella villa de arenas en levantisca Vinyes escribiría numerosos cuadernos que viajaron con él a Barcelona, desde donde volverían al lugar que los había inspirado luego de que la guerra del 39 lo empujara de regreso a la ciudad del eterno carnaval. Los cuadernos de Vinyes han sido analizados por numerosos críticos, entre los cuales descuella Julio Enrique Blanco, filósofo barranquillero, quien se refiere a Vinyes como “intuitivo y no intelectivo, más esteta que lógico”.

En Cien años de Soledad se lee:

“Había llegado a Macondo en el esplendor de la compañía bananera, huyendo de una de tantas guerras, y no se le había ocurrido nada más práctico que instalar aquella librería de incunables y ediciones originales en varios idiomas, que los clientes casuales bojeaban con recelo, como si fueran libros de muladar, mientras esperaban el turno para que les interpretaran los sueños en la casa de enfrente (……) Las únicas personas con quienes se relacionó fueron los cuatro amigos, a quienes les cambió por libros los trompos y las cometas, y los puso a leer a Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria. Trataba a los clásicos con una familiaridad casera, como si todos hubieran sido en alguna época sus compañeros de cuarto, y sabia muchas cosas que simplemente no se debían saber, como que San Agustín usaba debajo del hábito un jubón de lana que no se quitó en catorce años, y que Arnaldo de Vilanova, el nigromante, se volvió impotente desde niño por una mordedura de alacrán. Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera”.

El personaje a que hace referencia García Márquez no es otro que Ramón Vinyes i Cluet (“el sabio catalán” o mejor, el “abuelo que había leído todos los libros”.

¿Y a qué viene el tema de esta columna? Ya lo dije, a celebrar que el benigno azar suele, de vez en cuando, sacudirnos su roja melena, y entregarnos, por súbitos instantes, un halo fresco de felicidad. Celebrar digo yo por el azar, que en este caso me ha traído hasta la librería Palinuro de Medellín, para encontrar aquí, entre libros que se nombran como ya “leídos”, con el fin de que otros ojos puedan poner sobre ellos y sobre los ojos primeros que los leyeron, las nuevas ilusiones y las nuevas esperanzas; para encontrar aquí, repito, el hermoso volumen de 624 páginas con el que el viejo Instituto Colombiano de Cultura, celebrara en 1982 el periplo vital del señor que había leído todos los libros.

Celebrar sí, el azar que ya he dicho, pero al mismo lamentar que no sean estos los años del viejo instituto de Cultura, y que nadie edite o publique o divulgue aquellos textos de autores colombianos que fueron esenciales para construir nuestra identidad de nación, como lo hizo el viejo Colcultura de aquellos años.

El libro que aquí comento es el número 53, de manera que ya podrán colegir los lectores cuán profusa era la divulgación de nuestra literatura en aquellos no muy lejanos, pero ciertamente ya nombrados por la nostalgia de quienes hoy tienen que ir a las cada vez más escasas librerías de viejo, como Palinuro, para encontrarse con estas bendiciones del benigno.


Una versión anterior de este Post fue publicado en la revista Nova et Vetera de la Universidad del Rosario de Bogotá.


Imagen en página principal cortesía de Pannawat en FreeDigitalPhotos.net


 

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