Manicomio blanco

Por: Pascual Gaviria Uribe.

Reconocer un loco a simple vista no es tarea fácil. Pueden agazaparse en el silencio o la risa, pueden cubrir de misterio sus delirios o simplemente parecer tontos corrientes, sin muecas extraordinarias ni desvaríos sobresalientes. Si el alienado viste bien, tiene poder y lo acompaña una hermosa mujer, pálida y silente, será más difícil aún el diagnóstico a ojo de buen loquero. Es difícil trazar la línea entre un exitoso extravagante y un narciso compulsivo, víctima de ataques de paranoia seguidos por estallidos de ira. En últimas, el furor es mancorna del éxito.

En Estados Unidos han comenzado a hablar de la salud mental del presidente Donald Trump. Para cualquier mortal es difícil pasar por cuerdo si las multitudes se dedican a mirar día a día sus mínimos movimientos, sus temblores de mañana y sus sueños a medio día, sus declaraciones antes del almuerzo y sus tropeles de tarde, sus escapadas de noche y sus terrores de insomne.

La observación minuciosa hará que inevitablemente salga a flote la insania. Y la verdad a Trump no hay que mirarlo con mucho detenimiento. Los psicólogos llevan buen tiempo hablando de su megalomanía, sus paranoias, su necesidad de venganza y su incapacidad para aceptar las más mínima derrota.


loco, locura

CC0 Creative Commons. Pixabay.


Los caricaturistas han hecho los suyo con ese niño grande y furibundo. Un psicólogo neoyorquino, uno más de los centenares que han hablado sobre la cabeza del presidente, desestima los daños que han señalado algunos psiquiatras que lo declaran incapaz para ejercer su cargo: “Tiene un desmesurado interés en su popularidad y le molesta la idea de que alguien pueda ser más grande que él. Pero para saber eso no se necesitan las averiguaciones de un psicólogo”.

La semana pasada, la Asociación Americana de Psicoanalistas les notificó a sus 3.500 miembros que estaban en libertad de referirse a los laberintos de la cabeza presidencial, esa jaula habitada por un único pájaro, tan feroz como parlanchín. Quedaban exentos de lo que los gringos han llamado la “Regla Goldwater”. Una prohibición surgida en 1964 a raíz de una publicación en la revista Fact de un artículo titulado: “El inconsciente conservador: un tema especial en la mente de Barry Goldwater”.

El artículo entregaba el resultado de una encuesta donde un buen número de psiquiatras decían que Goldwater, candidato republicano a la presidencia, no era apto mentalmente para sentarse en la Oficina Oval. La Asociación Americana de Psiquiatría dijo en su momento que no era ético ni científicamente responsable dar dictámenes públicos sin al menos haber tenido una cita cara a cara con el paciente y haberle realizado un examen estándar.

De modo que en Estados Unidos los psicólogos hablan sin miedo sobre las tragedias mentales de un presidente que gastó su primera semana peleando por el número de asistentes a su posesión. Ellos nunca han visto con buenos ojos la regla Goldwater.

Los psicoanalistas acaban de levantar públicamente sus vetos en desafío a los jefes de prensa de la Casa Blanca y los psiquiatras. Y estos últimos tienen grandes divisiones sobre las bondades de diagnosticar para la prensa al hombre que dice, entre risas, que es el más calificado para ser presidente de Estados Unidos desde Lincoln. En octubre saldrá un libro firmado por 27 psiquiatras con un título sugestivo: El peligroso caso de Donald Trump.

También las agencias de inteligencia gringas han comenzado a dudar y a guardar algunas cartas claves. El niño podría hacerse daño. Otros hablan de su edad, los 71 años lo han hecho más débil, más rabioso y menos locuaz. Para los más suspicaces es solo un excelente actor. Ese mismo papel lo llevó a la presidencia. Y tienen un diagnóstico claro: “Está loco como un zorro”.


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