Nunca tuve demasiadas posibilidades de convertirme en astronauta; también he de reconocer que tampoco muchas ganas. Cuando era niño, lo de astronauta sonaba a ciencia ficción, a historietas que aún no se llamaban comics…
Me tiraban más las Letras que las Ciencias, y ni siquiera había nacido en los Estados Unidos. Así que mis expectativas astronáuticas eran mínimas, la verdad. Después, desde el vuelo de Yuri Gagarin en 1961 (si me apuran, desde el de la perrita Laika en 1957) hasta la llegada a la Luna en 1969, me interesó la aventura del espacio, pero como mero espectador.
Hoy se han esfumado las poquísimas ganas que pudiera tener de hacer un viaje interplanetario, como llamábamos entonces a los viajes espaciales (todos los viajes se producen en algún espacio, no necesariamente en el exterior). Leo que los astronautas, a bordo de la estación espacial, han probado el primer alimento producido en el espacio.
¡Lechuga! ¡Una vulgar lechuga de la variedad romana roja! Con aceite virgen, menos mal, y vinagre, cómo no, balsámico, con lo mal que va con las ensaladas. La noticia no aclara si, además, le pusieron unas arenitas de sal, sin las que una ensalada puede llamarse cualquier cosa menos ensalada.
Si los futuros viajeros del espacio han de depender de sus cultivos para mantenerse en el largo viaje a Marte, su futuro es oscurísimo. Aburrido, al menos gastronómicamente. ¡Lechuga! ¿Es todo lo que se les ocurre a los genios de la Agencia Espacial Europea? Eso podría esperarse de la NASA, pero no de unos europeos. Lechuga…
Y, encima, los medios saludan la degustación de lechuga con alborozo. Encima dicen eso de “un pequeño bocado para el hombre, una hoja gigante para la humanidad”. O sea: el futuro, en el espacio, es un rollito vietnamita. Sin relleno, y con mínimo aliño.
Menos mal que no hay marcianos. ¿Ustedes se imaginan que el primer contacto de un gastrónomo marciano con la comida terrestre fuera una de esas lechugas? Jamás imaginarían una expedición de conquista como la narrada por H.G. Wells (y explotada maravillosamente bien por Orson Welles) en ‘La guerra de los mundos’. ¿A qué vamos a ir al tercer planeta?, pensarían ¿A comer estas hojas insípidas con sabor a hierba? No compensa.
Reconozco que lo mío con la lechuga no es precisamente amor. Nunca me ha gustado demasiado, pero menos todavía desde que se ha convertido en el alimento saludable por excelencia: no hay anuncio en televisión que no asocie la idea de vida sana con un abominable sandwich de lechuga, encima en pan de molde. El efecto rechazo, al menos en mí, es inmediato.
Y esa encarnación de la antigula es lo primero que se les ha ocurrido cultivar en el espacio, en condiciones en principio hostiles. Me pregunto si esas lechugas serán consideradas ecológicas, que ya era lo que les faltaba.
Tampoco creo que la pérdida de masa muscular que sufren quienes pasan largo tiempo en el espacio se compense con la ingesta de lechuga, por muy espacial que esta sea. Vamos, que no me emociona la lechuga espacial, aunque al menos reconozco que podía haber sido peor: podía haber sido lechuga iceberg, la que parece crecer en las cafeterías donde sirven los llamados sandwiches vegetales.
Con lo bien que parecían comer, en naves que además conservaban la fuerza de gravedad y no había que perseguir a un cacahuete errabundo, personajes como Flash Gordon y demás héroes del espacio. Ya lo saben: el futuro no es que sea, en el espacio, vegetariano: es que han elegido la forma menos atractiva, más aburrida, de ser vegetariano. ¡Lechuga…! (EFE)
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