La trampa de la muerte del Partido Republicano

Por: Robert J. Samuelson.

WASHINGTON – Quizás los republicanos del Congreso sean realmente locos, suicidas o ambas cosas. La última prueba de ello es la aprobación, en la Cámara de Representantes, de una ley para abolir el impuesto a la herencia, a veces llamado “impuesto a la muerte”. Las posibilidades de que esa propuesta se convierta en ley son escasas, porque incluso si el Senado la aprueba, los republicanos del Congreso no podrán invalidar el veto prometido por el presidente Obama. Mientras tanto, han brindado a los demócratas un invalorable regalo para la campaña: un video hecho para la TV (y para Internet) que muestra a los republicanos como lacayos de los ricos.

No es que los republicanos no estén acostumbrados a ser estigmatizados como servidores de los ricos. Pero ¿por qué (se preguntaría uno) se esforzarían tanto para confirmar ese estereotipo? Puesto que la desigualdad económica es un asunto urgente, ¿por qué esforzarse para ser pintados como títeres de los operadores de fondos de inversión, de ejecutivos bien remunerados, de celebridades ricas y de familias adineradas? Todos se beneficiarían si se revocara el impuesto a la herencia.

Con los numerosos problemas del país, eliminar ese impuesto no parece una gran prioridad. Afecta a muy poca gente. En 2013, murieron 2.596.993 norteamericanos, pero sólo se presentaron 4.687 declaraciones de herencia gravables, informa el Comité Conjunto de Cargas Fiscales del Congreso. Eso representa un 0.18 por ciento de los decesos. El número es bajo porque mucha riqueza está exenta de ese impuesto. En 2015, la exención es 5,43 millones de dólares para individuos y 10,86 millones de dólares para parejas casadas. Por encima de esas cantidades, el impuesto es del 40 por ciento.

Hay que ser excepcionalmente rico para que el impuesto a la herencia lo afecte a uno. No es de sorprender que el impuesto provee sólo una porción mínima de los ingresos federales, recientemente menos de un 1 por ciento. Eso representa unos 20.000 millones de dólares anuales, con tendencia ascendente. Aún así, el total que se calcula para la próxima década (2015-2024) es casi 250.000 millones de dólares, expresa el Comité Conjunto. Eso expone a los republicanos a una segunda línea de ataque: que los ricos les importan más que el déficit presupuestario.

Quizás los republicanos puedan refutar esas críticas. La defensa más común es que el impuesto a la herencia amenaza a las empresas, granjas y estancias que son propiedad de familias. Para pagar el impuesto, los supervivientes deben vender parte o la totalidad del negocio. “Estados Unidos se construyó sobre la base de empresas pequeñas, que eran propiedad de familias,” dice un blog de los republicanos del Comité de Medios y Arbitrios de la Cámara. “Nuestro código fiscal no debe castigarlos.”

Glenn Kessler, el incansable e imparcial verificador de datos del Washington Post, examinó esa afirmación y halló que —en la práctica— “relativamente pocas granjas o empresas parecen verse afectadas.” Muchas están protegidas por las generosas cantidades de la exención. La amenaza del impuesto a la herencia causa más preocupación que perturbación, concluyó.

Una segunda refutación es que el impuesto a la herencia debilita el crecimiento económico y de las inversiones. “El impuesto a la herencia es un impuesto al capital,” escribe en un blog el economista de Harvard, Greg Mankiw, quien se desempeñó en el gobierno de George W. Bush. Revocar el impuesto a la herencia “estimularía el crecimiento y elevaría los ingresos para todos.” Si así fuera, el efecto sería minúsculo. Una simulación económica realizada por analistas de la conservadora Heritage Foundation calculó que eliminar el impuesto a la herencia crearía 18.000 puestos de trabajo y aumentaría los gastos en 46.000 millones de dólares en el curso de 10 años. Incluso si se aceptan esas cifras sin mayor análisis, son nimias en una economía de 17 billones de dólares y 148 millones de trabajadores.

La verdad es que el impuesto a la herencia se ha convertido en una pelota de ping-pong política, cuyo simbolismo —para liberales y conservadores— minimiza su significado económico.

Los liberales quieren redistribuir la riqueza agresivamente, bajando las exenciones y aumentando las tasas. Esas ambiciones enfrentan obstáculos. Es dudoso que el impuesto se extienda hacia abajo a niveles que podrían afectar a un número considerable de norteamericanos, entre ellos, a muchos propietarios de empresas pequeñas. A los norteamericanos les desagrada que el gobierno modifique los deseos de los padres de dejar algo a los hijos. Eso podría ayudar a explicar el motivo por el que en muchas encuestas, una mayoría reduciría o acabaría con el impuesto a la herencia, aunque no lo pague directamente.

En cuanto a tasas más elevadas para los súper-ricos, pueden legislarse —y frustrarse. En lugar de pagar tasas más pronunciadas, muchos de los mega-ricos desviarían sus fortunas a la beneficencia: fundaciones, edificios universitarios, laboratorios de investigaciones. Eso ya ocurre.

Por su parte, el caso de los conservadores para acabar con el impuesto a la herencia choca con el desagrado que sienten los norteamericanos por las aristocracias hereditarias. El éxito económico debe ganarse, no heredarse. Las enormes transferencias de riqueza intergeneracionales violan ese principio. El actual impuesto a la herencia es un acuerdo confuso de impulsos en pugna entre la preocupación de los padres por sus hijos y la sospecha de una riqueza que se transfiere.

Los republicanos del Congreso hubieran sido más sabios en dejar las cosas como están —aceptando las contradicciones como reflejo de una realidad confusa. En lugar de eso, se lanzan a estos gestos piadosos, que confunden un interés personal estrecho con el principio más amplio.

Un partido que trabaja para reducir los impuestos de los ricos mientras reduce las estampillas para alimentos para los desfavorecidos invita a una pesadilla de relaciones públicas. Asegura el desprecio partidista. Cuando los demócratas lo ejerzan, los republicanos quizás se pregunten quién los metió en esa trampa. La respuesta: Nadie lo hizo. No los metieron; saltaron solos.


© 2015, The Washington Post Writers Group


 

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