Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – ¿Estamos preparados para un “Internet de las Cosas”? Probablemente no. Esa frase—acuñada en 1999 por el investigador Kevin Ashton mientras trabajaba en Procter & Gamble—se refiere a las cosas (automóviles, casas, fábricas, hospitales) cuyo desempeño es monitoreado y guiado por redes digitales. Ya tenemos un ejemplo de mucho éxito: la navegación GPS, que nos dirige a destinos que no conocemos. Pero hay innumerables posibilidades que han entusiasmado a futuristas y empresas tecnológicas.
Sean escépticos. No es que las oportunidades tecnológicas no sean genuinas. El problema es que vienen con enormes riesgos—riesgos que tienden a ser minimizados o que se supone que pueden resolverse. Cuantas más actividades coloquemos en Internet y en otras redes, más vulnerables nos haremos a la piratería, la guerra cibernética, los desperfectos de software y otros problemas parecidos.
Hasta la fecha, esos problemas han sido costosos, inconvenientes y a menudo, vergonzantes. Pero no han interferido en la vida cotidiana. Pueden concebirse perturbaciones mayores. Supongamos que se pirateara la red de suministro de electricidad con éxito. O nuestros sistemas de agua urbanos. Los expertos en seguridad cibernética no descartan esas posibilidades. Los delincuentes cibernéticos no presentan la principal amenaza; sólo roban. Las principales amenazas provienen de los ciber-terroristas y de otras naciones; ellos procuran debilitar nuestras defensas y crear la confusión y el desorden.
Todo ello debería atenuar el entusiasmo por el Internet de las Cosas. En el caso de muchos inventos, se pueden juzgar sus costos y beneficios. Muchos costos están incluidos en el precio. Si los consumidores y las empresas encuentran que los beneficios no valen el precio, no compran. Internet es diferente. El costo final, en el peor de los panoramas, es desconocido y probablemente no se pueda conocer de antemano. No está incluido en el precio y será soportado por la sociedad en su conjunto.
Aliviadas de esos costos, las empresas de Internet pueden expandirse con más facilidad. Descansando en los datos de Cisco, la revista The Economist recientemente informó que el número de aparatos conectados podría crecer de 15.000 millones en este momento a 50.000 millones en 2020. Un nuevo estudio del McKinsey Global Institute—la rama de investigaciones de la empresa consultora—calcula que los beneficios mundiales del Internet de las Cosas podrían sumar 11 billones de dólares para 2025. (Eso se compara con la proyección de una economía global de 100 billones de dólares en 2025.)
McKinsey es optimista. Se supone que los vehículos que se automanejan tendrán tiempo de frenada más rápido que los manejados por personas. Eso reducirá los 5,6 millones de accidentes automovilísticos anuales en Estados Unidos, lo que resultará en primas de seguros más bajas. Al permitir menos espacio entre vehículos, los vehículos que se automanejan también reducirán la congestión y el tiempo de viaje. En forma similar, se calcula que las máquinas de cortar césped y las aspiradoras autoguiadas reducirán el trabajo de la casa en un 17 por ciento.
Las empresas también cosecharán ahorros considerables. Las fábricas ya están adoptando sensores para monitorear la maquinaria; esa práctica aumentará, permitiendo un mayor “mantenimiento predecible” sobre la base de información del desempeño en tiempo real. Aún así, hay que reconocer que los pronósticos generales de McKinsey no son definitorios. El estudio presenta una gama, en la que la cifra más alta en 2025 (los 11 billones de dólares) representa unas tres veces un cálculo más bajo (3,9 billones de dólares).
La cuestión esencial es si tiene sentido perseguir esos beneficios, cuando nos exponen a más ataques cibernéticos. Aunque McKinsey apenas habla de la seguridad, concede el peligro mayor de la siguiente manera:
“Extender los sistemas de la tecnología de la información (IT, por sus siglas en inglés) a nuevos aparatos crea muchas oportunidades para rupturas potenciales, que deben manejarse. Además, cuando se usa [Internet] para controlar bienes físicos, ya sean plantas de tratamiento de agua o automóviles, las consecuencias … podrían potencialmente causar daños físicos.” Exactamente. Si los vehículos que se automanejan están conectados a redes, ¿qué pasa si secuestran la red o si ésta deja de funcionar?
Y lo que es peor, McKinsey calcula que el 60 por ciento de los beneficios del Internet de las Cosas depende de la “interoperabilidad” entre los sistemas de datos; deben poder comunicarse los unos con los otros. Al penetrar un sistema, los piratas pueden tener acceso a los otros.
Todo el mundo quiere “inventos”, pero ¿qué pasaría si algunos inventos nos colocan en una posición peor a largo plazo, a pesar de los beneficios a corto plazo? ¿Podemos reconciliar las exigencias del “progreso” con la necesidad de proteger la estabilidad social? The Economist sugirió medidas para mejorar la ciberseguridad: reglamentaciones que exijan que las empresas tecnológicas arreglen los problemas de seguridad que se descubran después de que se hayan vendido los productos; leyes que hagan responsables a las empresas de software de defectos previsibles; compartir la información a fin de que los problemas, una vez descubiertos se arreglen en todas partes.
Quizás ese tipo de propuestas resuelva el dilema.
O quizás no.
Quizás simplemente atasquen las vías de los inventos. O quizás hayamos hecho un pacto malo con el diablo tecnológico. Los encantos y comodidades que presenta Internet nos sedujeron a todos. Ha pasado a formar una parte tan inherente de nuestra vida diaria que, inevitablemente, estamos jugando una versión tecnológica de ruleta rusa. Seguimos disparando la pistola, esperando que no haya nada en la cámara. Es la ruleta de Internet.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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