Fotografía cedida por el Ministerio de Cultura tomada el 10 de noviembre de 2015, de un estudiante de música de la fundación Batuta durante un ensayo en Quibdó (Colombia). EFE/ADRIAN QUINTERO/ MINISTERIO DE CULTURA
Un tubo de plástico al que le dio forma de flauta travesera fue la llave con la que Miguel Antonio Mena Mosquera, un joven colombiano, entró en el mundo de la música clásica para escapar de la pobreza y la delincuencia.
Mena, de 25 años, fue entregado por su madre a unos familiares cuando solo tenía tres años de edad porque no contaba con los medios para cuidarlo, y fue así como lo trasladaron de un caserío minero en el departamento selvático del Chocó, situado en la costa del Pacífico, a Quibdó, la capital regional.
“Mi mamá no vive aquí sino en un pueblo minero llamado El Dos, allá practica la minería artesanal; mi papá se dedicaba a lo mismo, pero falleció cuando yo tenía cuatro meses en una avalancha de tierra dentro de una mina”, relata Mena.
En Quibdó, ciudad de unos 120.000 habitantes, tuvo que convivir con la violencia “en un barrio catalogado como zona roja al lado de ventas de droga, y en donde a diario amanecían personas muertas”.
“Todo eso lo va afectando a uno, compañeros con los que jugué, con los que crecí, verlos muertos; yo me preguntaba si también iba a caer en eso”, recuerda Mena, convencido de que su tabla de salvación fue la música clásica que en esta región pobre del país tiene el apoyo de la Fundación Nacional Batuta, del Ministerio de Cultura.
Según cuenta, siendo todavía un chico de 11 años comenzó tocando una flauta hecha por él mismo con un tubo plástico. “Ese fue mi primer instrumento, todo el día andaba con mi flauta por todas partes, le hice unos adornos y tocaba melodías”, rememora.
Un día pasó frente a la antigua sede de Batuta y le llamaron la atención las notas clásicas, y fue de esta manera como entró en el mundo de la música y se alejó “de las malas compañías”.
Batuta fue “un accidente muy bonito, que ha cambiado la melodía de mis pasos”, asegura Mena con la satisfacción de haber pasado de ser un alumno destacado a profesor de la escuela de música, y además agrega que el programa “Música para la reconciliación”, con el que la Fundación Batuta promueve la inclusión social de niños y jóvenes, en su mayoría afrodescendientes e indígenas víctimas del conflicto armado, le ayudó a salir adelante.
En la escuela de Batuta cambió su precaria flauta “por una de verdad” y además aprendió a tocar otros instrumentos como piano, guitarra, bajo y chelo, pero gracias a la influencia del maestro Mario Romero, profesor de la Orquesta Sinfónica de Colombia, optó definitivamente por el contrabajo.
Su formación musical la combinó con los estudios de bachillerato con énfasis en ebanistería lo que le permitió además trabajar en el taller donde se reparan los instrumentos.
Actualmente, Mena trabaja en el Centro Musical de Batuta en el municipio de Tadó (Chocó), que funciona gracias a un convenio con las Casas Lúdicas del Ministerio de Relaciones Exteriores, como profesor de niños que han sido víctimas del desplazamiento forzado.
Cuando está al frente de los niños Mena se transforma, se pone en la misma condición de los pequeños, imita su voz, toca la guitarra y les enseña a cantar con método. Es en esos momentos en que se olvida de que vive en una humilde vivienda del barrio La Playita, un cinturón de miseria con calles sin asfaltar y casas en decadencia cuyos vecinos le admiran por su talento, dedicación a la música y a los niños.
“Quiero verme como un músico integral, estudiar contrabajo en una universidad y aportar a la comunidad, porque mi vida no tendría sentido sin la música”, dice al explicar lo que quiere hacer en el futuro pues siente que el giro que ha dado su vida fue solo un comienzo y sueña con volar tan alto como las notas de su contrabajo. Marisol Larrahondo B. – EFE
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