La filosofía migratoria

Por: Andrés Quintero Olmos.

En el 1989, el socialista Michel Rocard, siendo Primer Ministro Francés, pronunció una frase ante la ola de inmigración que caía en ese entonces –como hoy- sobre Europa: “Francia no puede recibir toda la miseria del mundo”.

Miles de personas buscan refugio, en busca de oportunidades o supervivencia hacia sociedades que parecen, a veces en espejismo, poder maximizar su bienestar. Pero, ¿hasta dónde un país moralmente puede ser tierra de inmigración ante la importante miseria mundial? Donald Trump y Maduro ya tienen su propia respuesta: toca o construir un muro o cerrar las fronteras o ser xenófobo.

Nuestra humanidad es migrante, esa es nuestra historia y menos nosotros los americanos podríamos olvidarla. Siempre nos hemos desplazado hacia nuevos territorios queriendo encontrar en ellos un mejor edén. Es quizás la más antigua de las costumbres: migrar hacia mejores latitudes porque, como decía el filósofo Sartre, “estamos condenados a ser libres”, y nuestra libertad es justamente poder desplazarse. Este instinto natural ha venido siendo frustrado por nuestras civilizaciones a la hora de implementar demarcaciones entre nosotros, a veces separando a pueblos, otras veces por rencillas guerreristas, y casi siempre por egolatría y colonialismo. Es esta la materialización perfecta de la propiedad privada colectiva y excluyente, o del egoísmo discriminatorio, que viene de ese tríptico tan popular e impreciso como es el pueblo, el territorio y la nación; que fundamenta que lo mío no es tuyo y que aquí tú no tienes los mismos derechos que yo.

De eso hablaba el pensador francés Foucault, cuando analizaba la identificación sectaria que sufre nuestro ser ante nuestras sociedades contemporáneas: existe una racionalidad organizativa espeluznante que nos disciplina y, por tanto, nos vigila para calificarnos, clasificarnos y, asimismo, poder castigarnos de acuerdo a miradas normalizadoras como son las nacionalidades.

Triste es que en nuestra época hayan más separaciones humanas que uniones. Nos catalogamos según jurisdicciones, visas, aduanas, zonas, guerras, culturas, religiones, dinero y otros elementos diferenciadores que no hacen sino fortalecer el patriotismo o el sentido de pertenencia y otras disociaciones racionales que existen entre una misma raza.

De ahí es que Sartre sostiene que “en el hombre la existencia precede a la esencia”. En esencia somos todos iguales, pero no lo somos ante nuestras existencias. Un hombre es enormemente diferente a otro por su existencia, es decir, por las elecciones que toma durante su vida. ¿Pero cómo no aceptar que las fronteras, que nosotros mismos imponemos para separarnos, diversifican cada vez más la esencia humana y dificultan nuestras libres existencias?

A pesar de esto, Michel Rocard, como político de izquierda, pragmático y representante de un pueblo, y no de todos los pueblos, no tuvo otra posibilidad que afirmar lo siguiente: “lo tengo que decir claramente, aunque no sienta ningún placer en expresarlo: Francia ya no es más, y no puede ser más, una tierra de nuevas inmigraciones, por eso lo digo y lo repito, no podemos recibir toda la miseria del mundo”. Hasta ahí llegó nuestra migración, quid de nuestra evolución individualista.


 

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