Por: Carlos Francisco Guevara Mann.
El paso de unos días proporciona distancia para evaluar la séptima Cumbre de las Américas con mayor sobriedad. En relación con el tema de la convocatoria (“Prosperidad con equidad: el desafío de la cooperación en las Américas”) no trascendió nada sustantivo. Ni siquiera hubo una de esas declaraciones insulsas que suelen emitirse al final de las reuniones internacionales, lo que lleva a cuestionar la efectividad de la OEA y su dirigencia.
En años recientes, poco ha logrado el organismo para promover la democracia –uno de los objetivos fundamentales de la OEA– o el desarrollo sostenible. Ojalá el nuevo secretario general, Luis Almagro, posea el liderazgo para impulsar un mejor desempeño en una organización con buenos propósitos pero asfixiada por la burocracia y la falta de independencia.
El encuentro entre Barack Obama y Raúl Castro para avanzar hacia la normalización de las relaciones entre sus Estados dominó la cumbre. Al pasar la secretaría de la OEA y su agenda a un segundo plano, otros personajes acapararon la atención del público, sobre todo Obama y Castro, pero también algunos de los más conocidos populistas del continente.
Entre ellos no faltaron quienes protagonizaron incidentes demagógicos que –sorprendentemente– aun logran despertar entusiasmo en algunos sectores. Al respecto, fue incomprensible que el Gobierno panameño le permitiera al presidente Maduro efectuar una actividad política en un sector deprimido de la capital. ¿Le permitiría el Gobierno venezolano al presidente Varela escenificar un evento parecido en Caracas?
El presidente Santos de Colombia fue recibido con toda cortesía en Panamá, país que ha sido objeto de ataques injustificados de su gobierno. Obtuvo, además, expresiones de apoyo al proceso de paz de parte de todos los asistentes a la Cumbre, incluyendo al presidente Obama y al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon.
Santos, indudablemente, ha sido hábil para promocionar su propuesta en el extranjero. Esta, sin embargo, es muy cuestionada en Colombia, adonde se la critica por no calibrar adecuadamente las intenciones de las FARC (como lo demuestra la reciente muerte de 11 soldados a manos de una columna guerrillera), así como por no abordar con suficiente profundidad el sustrato del conflicto, caracterizado por la pobreza, la exclusión, graves violaciones a los derechos humanos y la impunidad de las bandas criminales.
Con excepción de Panamá y –quizás– Costa Rica, los Estados pequeños (que constituyen mayoría en la OEA) fueron casi invisibles. Panamá, el país sede, logró posicionarse como modelo de tolerancia y sitio idóneo para el avenimiento de antagonistas. El presidente Varela se destacó como anfitrión afable y comedido.
Aun así, es importante guardar las proporciones. Panamá no se ha convertido en potencia mundial a raíz de la cumbre ni ha recuperado una supuesta función “tradicional” que según algunos seudo analistas ejerció durante la dictadura militar.
De Panamá no fue la idea de invitar a Cuba. La invitación se giró a solicitud de Washington, sin cuyo permiso ningún Gobierno panameño hubiese osado cursarla.
Durante los días de la cumbre, Panamá se cubrió de apariencias que intentaron opacar los problemas nacionales. En una ciudad famosa por sus “tranques” o embotellamientos vehiculares, se logró desahogar las calles a costa de la productividad (de por sí no muy alta) y el derecho a la locomoción.
El montaje de un ambiente “colonial” en Panamá La Vieja, de alguna espectacularidad y débil contenido histórico, ejemplifica ese afán por mostrar lo que no somos, por convertirnos en una Disneylandia tropical. Como suele suceder, el evento permitió el exhibicionismo de personas totalmente ajenas a una reunión de estadistas, incluyendo a políticos desacreditados y funcionarios mediocres, rectores corruptos, empresarios cuestionados y comunicadores semianalfabetos.
Los sectores dirigentes aún no comprenden que estas superficialidades contribuyen a proyectarnos como una sociedad de poca sustancia. Por una parte, optan por la frivolidad y se esmeran por recubrir de oropel las dificultades nacionales.
Por otra, muestran indignación cuando extranjeros como Andrés Oppenheimer emiten opiniones desatinadas sobre Panamá. Oppenheimer, ciertamente, cometió una liviandad al sugerir que el istmo debe su dinamismo económico a la inversión venezolana.
Los panameños, sin embargo, deben entender que las trivialidades muchas veces usadas como carta de presentación contribuyen, más que los comentarios de despistados analistas internacionales, a promover una reputación nada seria ni edificante.
© Blogs Uninorte, 2015
(Columna publicada en La Prensa, Panamá, el 11 de febrero de 2015) – Imagen de Vic Ramos.
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