Paz y Constitución son indisolubles. Bien lo dijo la Corte Suprema en 1991: la Constitución es un tratado de paz.
La política es dinámica. Recién había nacido la Constitución de 1991. Para protegerla de serios embates destinados a echar por tierra su estructura central, fue un sector progresista el que expuso esta idea: el Congreso puede reformar la Constitución, claro está, pero hay elementos esenciales que solo pueden ser sustituidos mediante la apelación al pueblo.
Dicho de otro modo: los enemigos de la Constitución sostenían que, así como ley mata ley, también el Congreso podía cambiar todo lo que hizo la Constituyente. Y quienes querían preservar sus valores esenciales contestaban: ¡alto ahí! Si el cambio implica afectar su perfil básico, sus ejes definitorios, entonces hay que ir al pueblo.
Cambian los papeles. Ahora ha ocurrido algo un tanto paradójico: quienes a propósito de las conversaciones de La Habana desean abrir espacios no solo para la paz, sino para las transformaciones que deben impulsarse al fin del conflicto, defienden la posibilidad de poner en marcha cambios constitucionales.
En cambio, aquellos que desean frenar los cambios, ahora sí se refugian en la letra de la Constitución, la cual consideran intangible, aun frente a reformas puramente instrumentales como el acto legislativo que se discute en estos días para facilitar la creación de nuevas normas y facultar al Presidente para acelerar el cumplimiento de lo que se pacte.
Una verdadera voltereta en menos de 25 años.
¿Qué es la sustitución de la Constitución?
Es un cuento que hunde sus raíces en el pasado. Dos visiones se han disputado el territorio, en versión para dummies.
Ya Aristóteles distinguió entre nomoi, normas que incluso el pueblo debía respetar, y psefismata, los asuntos que estaban confiados a la competencia de la asamblea ciudadana.
En la etapa preconstitucional, como el soberano recibía el poder directamente de Dios, pues hacía y deshacía a su acomodo. Vino la reacción liberal, para establecer límites al poder absoluto.
El llamado positivismo jurídico hizo énfasis en las competencias y los procedimientos. La ley, dictada con sujeción a las reglas, es la verdadera voluntad popular. Ahí descansa la seguridad jurídica. Una decisión justa es el producto de la aplicación rigurosa de normas preestablecidas por aquel cuerpo que ha recibido sus poderes del pueblo.
Al otro lado del cuadrilátero, otros piensan que la ley no se basta a sí misma, y que el grado de justicia depende de cómo se acomode a valores superiores, expresión de la naturaleza humana. La idea, pues, es que hay un derecho natural, por encima de los procedimientos.
Al promediar el siglo XX, la humanidad encontró que, en efecto, el cumplimiento riguroso de las formas no era suficiente antídoto para el despotismo. Hitler ganó limpiamente y luego instaló la barbarie.
El positivismo puro y duro, nacido para proteger al ciudadano del poder absoluto, mostró sus deficiencias. Pero, del otro lado, como dice Bobbio, “en los brazos protectores del derecho natural han encontrado refugio una y otra vez, según los tiempos y circunstancias, las morales más diversas, tanto una moral de la autoridad como una moral de la libertad; han sido proclamadas tanto la igualdad de todos los hombres como la necesidad del régimen de esclavitud; tanto la excelencia de la propiedad individual como la excelencia de la comunidad de bienes; tanto el derecho de resistencia como el deber de obediencia”.
¿Qué hacer?
Una teoría moderada de los límites a la sustitución de la Constitución es sana. La Corte Constitucional ha puesto ejemplos válidos. No puede el Congreso, que no es poder constituyente sino constituido, eliminar la forma republicana, implantar la monarquía, eliminar el sufragio. Suena casi obvio. Pero el problema es ¿dónde trazar la línea? ¿Quién define aquello que es casi intangible?
Porque cuando ya se llegó a decir que una norma que permitía la inscripción extraordinaria en la carrera administrativa a algunos funcionarios provisionales pertenecía a aquellas decisiones vedadas al Congreso porque afectaban la estructura básica, entonces ya entramos en el terreno de la exageración (Sentencia 588 de 2009).
Aquí el riesgo es que, como dice Berlia, “los representantes del pueblo soberano se transformen en los soberanos representantes del pueblo”. Y agrega Schmitt: “El protector fácilmente se convierte en árbitro y señor de la Constitución, produciéndose así el peligro de una doble jefatura del Estado”.
Constitución y paz
La búsqueda del fin del conflicto y la puesta en marcha de una paz firme exigen cambios constitucionales. Lo pactado en La Habana, aunque es una profunda oportunidad de innovación, se desenvuelve en el terreno de los elementos esenciales de cualquier Estado de derecho. No hay riesgo de sustitución de la Constitución.
Esos cambios se referirán a elementos materiales y también a procedimientos.
Estos últimos corresponden a normas temporales, en busca de facilitar el tránsito a la nueva etapa y garantizar el cumplimiento de los acuerdos. Y en el caso de la fórmula de justicia, serán normas transicionales que buscan impedir que la búsqueda de la justicia termine impidiendo la paz. Se trata de satisfacer en la mayor medida posible el interés de las víctimas. Pero también de las víctimas futuras. La protección de los derechos humanos no puede convertirse en el instrumento para que continúen las violaciones masivas de los mismos derechos humanos.
Esta debe ser la perspectiva adecuada. Es equivocado, y en ocasiones oportunista, arroparse en la defensa de la última letra de la Constitución, para lograr que aborte un esfuerzo histórico para superar esta guerra de atrición de más de 50 años y de 6 millones de víctimas.
Paz y Constitución son indisolubles. Bien lo dijo la Corte Suprema en 1991: la Constitución es un tratado de paz. Humberto de la Calle, Prensa Equipo Paz Gobierno
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