Un viaje personal por las secuelas del narcotráfico que aquejó Colombia durante décadas, sin dejar ninguno de sus estratos sociales intactos, muestra la exposición “Sugarcoated blues” del fotógrafo y antropólogo colombiano Juan Orrantia que puede verse en la Universidad de Witswatersrand de Johannesburgo. “Mi generación nació literalmente con el narcotráfico en Colombia. Para nosotros era algo normal, no suponía el choque que supuso para nuestros padres”, cuenta Orrantia (Bogotá, 1975), mientras guía a Efe a través de la muestra en Johannesburgo, donde reside desde hace años.
El paseo comienza en la Sierra Nevada de Santa Marta, un espacio paradigmático del imaginario paramilitar y cocalero, donde se plantaron en la década de 1970 los primeros cultivos de marihuana y hoja de coca. “Era un sitio de pánico. Tenía todos los estereotipos de un pueblo cocalero”, explica el fotógrafo, quien conoció la Sierra en la época de mayor actividad paramilitar.
Años después de sus primeras visitas para trabajar con los indígenas de la Sierra como antropólogo, Orrantia regresó con la cámara en 2006, con los paramilitares desmovilizados y el negocio de la coca en retirada. “Quería explicar qué le había quedado a la gente del eslabón más bajo del narcotráfico”, dice Orrantia, mientras señala estampas de campesinos que evocan el ambiente de violencia en que han vivido y el papel central que tuvo la coca en la comunidad.
Dos temas destacan en los retratos: la carne de las carnicerías, una de ellas regentada por un exparamilitar, y las niñas. El primero remite al corte con que los paramilitares mutilaban a sus víctimas, inspirado en la manera en que cortaban la carne de cerdo. Los rostros y cuerpos de las niñas recuerdan a la dominación patriarcal y la violencia sexual que ejercían los poderosos, y al frente de ellos los caudillos.
La Sierra comparte protagonismo en la exposición con el gran capo del narcotráfico, Pablo Escobar, cuyas propiedades abandonadas y su mítica hacienda-zoológico, convertida hoy en museo y parque temático, centran el recorrido de Orrantia por el nivel más alto del negocio. “Colombia es un país muy clasista, y es hora de enfrentar la relación entre el narcotráfico y el clasismo”, afirma el fotógrafo, que señala las huellas de la opulencia para explicar la ambición de promoción social.
El dinero del negocio permitió que personas de origen pobre accedieran a espacios reservados para los adinerados, y cerró así, de una forma “irónica y violenta”, una parte de la inmensa brecha social en Colombia.
El artista explica así la ambivalencia de la figura de Escobar, considerado un diablo por las clases altas e idolatrado por los desharrapados como ejemplo de triunfo. “A la clase media alta le importaba la imagen de Colombia tras el ‘boom’ del narcotráfico. De repente les paraban y desnudaban en aeropuertos de Europa o Estados Unidos, cosas que a los pobres les pasaban en su propio país”.
La muestra también enfatiza la transversalidad del impacto del narcotráfico. “Ante el clima de violencia, la gente acomodada, como mi familia, decidía entre irse a Miami o quedarse”, cuenta Orrantia, que compara esta disyuntiva con las opciones habituales de los pobres: alistarse a la guerrilla, a los paramilitares o convertirse en mulas. El último anillo del emporio de la droga que visita el artista es precisamente el de las mulas, quienes daban salida a la droga hacia Estados Unidos, habitualmente con la mercancía introducida en su cuerpo.
Se asoma a esta realidad utilizando el accidente en 1990 en Nueva York de una aeronave de Avianca procedente de Colombia. Fotografías tomadas por Orrantia del barrio de Jackson Heights, conocido en su día como la “Pequeña Colombia” de esta ciudad y puerta de entrada de las mulas a Estados Unidos, se intercalan con la conversación entre los pilotos recuperada de la caja negra. Entre las imágenes -del avión estrellado, de un bar con luz de neón roja y de algún colombiano que vivió en el barrio- se cuenta también, con una nota de prensa de la época, la historia de José Orlando Figueroa, uno de los supervivientes.
Los cirujanos que trataron a Figueroa, que entonces tenía 31 años, descubrieron cuatro condones llenos de cocaína dentro de su cuerpo, y él mismo se sacó posteriormente otros 98 preservativos llenos de droga. (EFE)
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