Por: Juan David Cárdenas.
Uno de los rasgos característicos del sistema político colombiano de los últimos años es el del alto nivel de polarización política. Esa polarización se ve reflejada en las posiciones políticas radicales que predominan en el escenario discursivo, pero sobre todo por la agresividad, el uso de adjetivos ofensivos y el tono pendenciero, de líderes que bajo su investidura y trayectoria deberían comportarse de otra manera, más cuando el país empieza, a las trancas, un proceso de transición hacia el postconflicto con la inminente firma de los acuerdos de La Habana con la guerrilla de las FARC-EP.
Uno de los rastros de la violencia política endémica padecida por los colombianos tiene que ver con la invisibilización, criminalización y deslegitimación de las posiciones políticas divergentes. La presencia de la violencia como arma política durante toda la historia política del país ha ayudado a construir una imagen del opuesto político e ideológico como un enemigo en la competencia por el poder y los recursos públicos. No hay que ir muy atrás para recordar la época de la violencia partidista, la aparición de la subversión, la respuesta paramilitar, el narcotráfico y la violencia verbal institucionalizada entre partidos políticos que hoy en día polarizan a un país que lucha por conseguir la paz.
Un elemento central de la cultura de paz es precisamente lograr romper ese imaginario colectivo del “enemigo político”. Al enemigo no se le escucha, no se le valida, no se le legitima. Al enemigo se le combate, se le derrota, se le persigue.
Siendo la política esencialmente un conflicto entre personas identificadas con diferentes ideologías y conjuntos de valores, es pertinente, pensando en la transición hacia una cultura de paz, que los colombianos, de todos los partidos, movimientos, credos y demás, empecemos a ver en quien piensa distinto un adversario en la contienda política, mas no un enemigo.
Los acuerdos de La Habana buscan la institucionalización de la participación política de los movimientos sociales y sectores políticos alternativos del país. No podemos ver en ellos, nuevos enemigos políticos. Es obvio que van a entrar a competir por espacios de poder y representación política, y esa es la naturaleza de una verdadera democracia. Seremos los colombianos los que decidamos si, de entrada o con el paso del tiempo, estos actores nos representan o no. Lo que si no puede volver a ocurrir en este país es que por motivos ideológicos o políticos se construya la imagen de un enemigo político por el simple hecho de pensar distinto.
El que podamos, como sociedad, logra esta transición de la “enemistad” a la política “adversarial” también dependerá de la solidez de los movimientos y partidos políticos nuevos y existentes, en términos de las ideas y proyectos que representan. Sumado a esto, la apertura del sistema de medios es fundamental para que todos tengan la posibilidad de participar y ser escuchados, de convertirse en un actor valido, legitimado desde la institucionalidad.
Finalmente, considero que es momento de deponer la violencia y la agresividad discursiva. La violencia no hace nada más que distorsionar las ideas y dificulta al ciudadano llenarse de argumentos racionales, todo lo contrario, hace de la discusión político un escenario movido por pasiones irracionales. Dejemos de vernos como enemigos y reconozcámonos como adversarios. No somos iguales y nunca lo seremos.
La democracia no es sinónimo de homogeneidad, por el contrario es reflejo de diversidad, diferencia y vitalidad, pero eso sí, dentro del reconocimiento mutuo, la civilidad y el respeto por unas normas socialmente convenidas. Este sería un primer paso importante en la consolidación de una cultura de paz.
Debes loguearte para poder agregar comentarios ingresa ahora