El cargamento, etiquetado como “material doméstico”, lleva varios días en el aparcamiento de un concesionario de automóviles en el puerto keniano de Mombasa pero, a principios de junio, la policía registra el lugar y descubre que en realidad se trata de dos toneladas de marfil.
Los agentes encuentran 228 colmillos de elefantes y 74 piezas de marfil, disimuladas a bordo de un gran camión blanco, rechazan un soborno de cinco millones de chelines (unos 51.540 dólares) y detienen a dos individuos.
Esta incautación de marfil es una de las más grandes que se han realizado en este país del este de África. El presunto cerebro del tráfico, Feisal Mohamed Ali, de 46 años, consigue, sin embargo, escapar. Un mes después, arrestan al keniano, uno de los sospechosos de “crímenes contra el medioambiente” más buscados por Interpol, en la vecina Tanzania, y lo extraditan hacia su país.
Las autoridades lo acusan de infringir la legislación sobre el comercio de restos de animales salvajes y de posesión ilegal de piezas de marfil, unos crímenes pasibles de cadena perpetua cuando conciernen especies protegidas como los elefantes.
El arresto de Feisal Mohamed Ali provoca una pequeña conmoción, ya que los presuntos jefes de las redes de contrabando no suelen acabar en el banquillo de los acusados. En general, son los cazadores furtivos, los últimos en la cadena del tráfico, quienes pagan por el conjunto de las redes.
Y los defensores del medioambiente esperan que su juicio permita, por fin, exponer las ramificaciones del tráfico de marfil, desde su origen, en las reservas africanas, hasta su destino, en los mercados asiáticos.
“Peces pequeños”:
“No han perseguido a ningún barón” de estas redes, solo “peces pequeños”, explica Mary Price, de la agencia de investigación medioambiental, con sede en Londres, que acaba de revelar la magnitud del tráfico de marfil en Tanzania.
Los cazadores furtivos cobran un centenar de dólares por kilo de marfil. Son intercambiables y no saben casi nada sobre el resto de la estructura delictiva.
Según los expertos, redes internacionales del crimen organizado controlan de principio a fin el tráfico, y lo hacen tan bien que los elefantes de África están ahora en peligro de extinción. Matan cada año unos 25.000 elefantes para alimentar un comercio ilegal de cerca de 188 millones de dólares, según un estudio del programa de la ONU para el medioambiente e Interpol publicado en 2013.
Los traficantes se abastecen en las reservas de África Central y Oriental -sobre todo en la de Selous, en el sureste de Tanzania-, y en los bosques tropicales de la cuenca del Congo, según análisis de ADN.
Las ONG denuncian la complicidad de guardas forestales, de la policía, de las aduanas e incluso del sistema judicial y la clase política.
El marfil se lleva hasta los puertos kenianos o tanzanos del Océano Índico, Mombasa o Dar es Salam y lo embarcan ilegalmente en contenedores con destino a Asia, sobre todo Vietnam y China.
Mafias africanas y asiáticas trabajan hombro con hombro para controlar el conjunto de la cadena, y las redes están cada vez integradas: responsables de bandas asiáticas no dudan en instalarse y trabajar en África, donde pueden controlar las operaciones y desarrollar actividades ilícitas en el seno de empresas de importación y exportación totalmente legales.
Símbolo:
Price, que investigó sobre algunos presuntos líderes chinos de estas redes, insiste en la energía que gastan intentando permanecer fuera del foco de atención. “Nunca se ensucian realmente las manos”, afirma. “Pagan a otros para que hagan el trabajo”.
Para asegurarse de que la mercancía viaja sin contratiempos, escondida en contenedores de productos tan banales como nueces o ajo, las organizaciones recurren al soborno. “Pensábamos que el tráfico de marfil (…) se llevaba a cabo a pequeña escala entre la población local, pero su grado de sofisticación es mucho más alto”, explica Adam Roberts, responsable de una organización de defensa de la fauna, Born Free USA.
El precio del kilo de marfil, que se revende a más de 2.100 dólares, asegura un negocio lucrativo para las redes, que actúan con cierta impunidad.
Un estudio reciente de la ONG Wildlife Direct mostró que sólo el 7% de las personas condenadas en Kenia por crímenes contra elefantes o rinocerontes -el otro gran animal víctima de estos tráficos en África- habían acabado en la cárcel. “Es casi un milagro que una persona detenida con marfil en Kenia sea encarcelada”, lamenta Ofir Drori, autor del estudio.
Los defensores del medioambiente esperan, por tanto, mucho del juicio de Feisal Mohamed Ali. Para que, por fin, se mande un mensaje fuerte a los traficantes. (AFP)
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