Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – El presidente Obama declaró que la crisis económica se ha acabado —y para los Estados Unidos, quizás sea así. Pero para el resto de los países, no tanto. Sus recuperaciones se tambalean. La pregunta obvia es si ese debilitamiento global afectará la expansión de Estados Unidos. Es una nota de pie de página fundamental para el optimismo de Obama.
Dos informes importantes —uno del Banco Mundial, el otro de su organización hermana, el Fondo Monetario Internacional— recientemente rebajaron sus cálculos sobre el crecimiento económico en 2015. El FMI dijo: “Estados Unidos es la única economía mundial para la que se han elevado las proyecciones de crecimiento económico”.
Consideremos el aciago panorama. Japón está en recesión. El desempleo en la zona del euro (los 19 países que utilizan esa moneda) es de un aterrador 11,5 por ciento. Lamentablemente, el FMI espera sólo un crecimiento económico escaso de un 1,2 por ciento en la zona del euro, en 2015. Hasta ese cálculo podría ser optimista, si la elección griega desencadena una nueva crisis de deuda. Suponiendo que el pronóstico del FMI resulte cierto, el crecimiento económico aún sería un tercio de la tasa que se predice para Estados Unidos (3,6 por ciento).
Los así llamados “países de mercados emergentes”, liderados por China, han decepcionado. Se esperaba que reemplazaran a Estados Unidos como el principal motor de crecimiento económico. La teoría era simple. Los deseos materiales de sus incipientes clases medias podrían satisfacerse con productos y tecnologías conocidos. Así pues, su apetito de materias primas (hierro, cobre, maíz) y de productos tecnológicos estimularía la economía global más amplia.
Pero no funcionó tal como se imaginó. Entre 2005 y 2012, las economías de mercados emergentes promediaron un crecimiento anual del 6,5 por ciento. Ahora, el FMI proyecta un crecimiento económico de un 4,3 por ciento para 2015. Hasta hace poco, el crecimiento económico de China promediaba alrededor de un 10 por ciento anual. En 2014, era de un 7,4 por ciento y el FMI predice un 6,3 por ciento para 2016. Podría ser más bajo.
¿Qué arruinó la teoría? En primer lugar, ignoraba la realidad de que muchos países de mercados emergentes —incluyendo a China— dependen de un crecimiento económico impulsado por las exportaciones. Eso significa que la crisis les golpeó duro. “Cuando se confía en el comercio, se muere cuando no hay demanda,” dice el economista del Banco Mundial, Ayhan Kose. Y la demanda de Estados Unidos y la de Europa cayeron lastimosamente. El comercio global está creciendo ahora a alrededor de la mitad de la tasa anterior a la crisis, dice el Banco Mundial.
Durante un tiempo, la ralentización de los mercados emergentes quedó oculta, porque muchos países tomaron medidas que inicialmente contrarrestaron las exportaciones perdidas. En 2008, China anunció un estímulo de 4 billones de yuan, que —ajustados para el tamaño de su economía—representaron aproximadamente el doble del estímulo del presidente Obama.
Aunque eso temporalmente sostuvo el crecimiento económico, dejó un legado de altas deudas —gran parte del plan fue financiado por préstamos a empresas y localidades—y proyectos de inversión dudosos. Hay “edificios de departamentos no vendidos, acerías que trabajan a un 50 por ciento de su capacidad, nuevos aeropuertos en ciudades menores y carreteras no utilizadas,” dice el economista David Dollar, representante jefe del Tesoro de Estados Unidos en China, de 2009 a 2013. Las deudas privadas y del gobierno chino aumentaron pasando a representar de un 156 por ciento del producto bruto interno (una medida de su economía) a fines de 2007, a un 251 por ciento, a mediados de 2014, informa el Banco Mundial.
En conjunto, el estancamiento está avanzando. Como China es el mayor comprador de materias primas, su ralentización ha producido excedentes de muchos productos—no sólo petróleo sino granos y metales. Los precios han declinado. Aunque eso ayuda a los consumidores, daña a Brasil, Australia y a otros productores, especialmente en América Latina. Los precios bajos disuadirán de nuevas inversiones. Mientras tanto, Europa y Japón esperan que las compras de bonos de sus bancos centrales (la llamada “facilitación cuantitativa” o compra de activos) reactivarán sus economías vacilantes.
Piensen ahora de qué manera eso podría poner en peligro la recuperación de Estados Unidos. Un canal es el de las exportaciones más débiles; otros países compran menos de lo que fabricamos. Otro, es el de las ganancias reducidas en las operaciones extrajeras de las multinacionales norteamericanas, que representan alrededor de un tercio de las ganancias totales de las corporaciones norteamericanas. El peligro es indirecto. La reducción en las ganancias podría deprimir las acciones, conduciendo a menos gastos del consumidor, porque los accionistas se sienten más pobres.
Un dólar más fuerte agrava estas amenazas: En la segunda mitad de 2014, el dólar norteamericano se elevó un 10 por ciento contra las principales monedas. Eso hace que nuestras exportaciones sean más costosas y nuestras importaciones más baratas. Reduce las ganancias en el exterior, porque se las reporta en dólares y las ganancias obtenidas en monedas extranjeras (euros, yen) se traducen a menos dólares. Finalmente, un dólar fuerte encarece las visitas de los extranjeros a Estados Unidos —y abarata las de los norteamericanos que van al exterior.
Nada de todo esto es concluyente: es meramente sugerente. El consenso parece ser que estas vulnerabilidades extranjeras no descarrilarán la recuperación de Estados Unidos. “Las exportaciones son sólo un 13 por ciento del PBI,” dice la firma consultora IHS. “La fuerte demanda interna” protegerá una recuperación más rápida. Quizás la recuperación norteamericana más saludable se propague en el exterior.
Pero debemos refrenar el optimismo. La crisis económica es mundial. No se “acabará” mientras su casi universalidad persista. Hasta que eso cambie, estamos expuestos a sorpresas en el extranjero, para bien o para mal.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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