Por: Andrés Quintero Olmos.
El Congreso “refrendó” el nuevo acuerdo con las FARC. El forcejeo del Gobierno fue latente ante la inminencia de la entrega del premio Nobel. Todos los congresistas de la Unidad Nacional demostraron nuevamente que no tienen otra convicción que la de enmermelarse o contradecir al uribismo. En esta oportunidad vimos nuevamente cómo el Congreso no representa al pueblo a pesar de ser paradójicamente elegido por este.
Ilustrando una vez más cómo las elecciones legislativas en este país son truncadas. Mientras el pueblo en mayoría vota en plebiscito su escepticismo frente al proceso de paz, el Parlamento aprueba casi unánimemente el acuerdo (sin haberlo leído al mejor estilo de Simón Gaviria). Ahí está el desbalance típico de nuestra democracia. El problema es que ahora el Gobierno, junto a su cómplice Congreso, busca deslegitimar el resultado del plebiscito con subterfugios de “nuevo” acuerdo y ratificación parlamentaria. Analicemos por partes esta situión:
Primero, nuestra Constitución indica que Colombia es un Estado organizado en forma de República participativa, y no representativa. Esto quiere decir, en otras palabras, que en Colombia las decisiones que toma directamente el pueblo priman sobre las decisiones indirectas que toman sus representantes. Asimismo, constitucionalmente las decisiones plebiscitarias prevalecen sobre las parlamentarias. Ahora, ¿qué sucede si este nuevo acuerdo es en un 90% el mismo que el anterior? ¿Puede la democracia indirecta “refrendarlo” a contracorriente de la democracia directa con el argumento que el texto es en un 10% nuevo y, por tanto, diferente?
Segundo, el Congreso “refrendó” el acuerdo mediante adopción de una simple proposición. De esta manera, no sería una ratificación del acuerdo sino una simple aprobación política. Las proposiciones no están relacionadas con las funciones legislativas del Congreso (art. 150 C.P), sino con aquellas propias del control político (art. 114 C.P). Por eso, el acuerdo con las FARC, al día de hoy, no es vinculante jurídicamente. Si se quisiera dar a este valor normativo o permitir que se incorpore al ordenamiento jurídico se necesitaría la radicación de actos legislativos o leyes correspondientes, tal como lo estableció la Corte Constitucional en su sentencia C-379 de 2016 y tal como fue reafirmado hace pocos días por el Consejo de Estado (providencia del 28/11/2016). Esto también significa que el “fast track” legislativo, que pretende tener el Gobierno para implementar el acuerdo, no existe.
Tercero, el término de refrendación para esta ocasión parece estar mal utilizado. En derecho público, refrendar es una acción que legaliza o procura dar efectos jurídicos a una decisión hecha por otra autoridad (ejemplo el art. 64 de la Constitución española: “los actos del rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno…”). Por eso, aquí no deberíamos hablar de refrendación porque el efecto es meramente político y no jurídico.
Pero aquí se ha venido utilizando el término porque Santos, al principio, prometió el referendo para, después, refugiarse en el lapsus intencional (oxímoron) de la refrendación como símbolo ilustre de su manoseo permanente a las instituciones.
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