Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – Al leer las nuevas memorias sobre la crisis financiera del ex presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke—“The Courage to Act”—se nos recuerda qué suerte tenemos. A pesar de una recuperación económica decepcionantemente lenta, podría haber sido mucho, mucho peor.
La sabiduría popular es que evitamos una segunda Gran Depresión, cuando la tasa de desempleo alcanzó el 25 por ciento. No hay nada en la versión de Bernanke que contradiga esa conclusión.
Si en algún momento la gente común dependió de Wall Street—una realidad poco popular que Bernanke repitió asiduamente durante los días más oscuros de la crisis—fue en éste. Las empresas necesitan crédito para financiar nuevas inversiones, para suavizar las fluctuaciones causadas por las estaciones y para cubrir los gastos diarios. Cuando las empresas perdieron su acceso al crédito, o temieron hacerlo, vieron que su supervivencia estaba en juego. Conservaron efectivo de todas las maneras posibles. Dejaron de contratar, comenzaron a despedir al personal y a retrasar los proyectos de inversiones. Entre septiembre de 2008 y febrero de 2010, los puestos de trabajo de la nómina cayeron en 7,1 millones.
La Fed ayudó a controlar ese espiral descendente antes de que lo que conocemos como la Gran Recesión se convirtiera en otra Gran Depresión. Mientras las entidades crediticias dejaron de prestar, la Fed proporcionó fondos temporalmente como “entidad crediticia de último recurso”. Sus complejos programas de préstamos apoyaron a bancos, corredores de títulos, fondos de mercados de dinero, entidades crediticias extranjeras y el mercado de papel comercial. Las cantidades fueron enormes. En un momento, los préstamos por medio de la tradicional ventana de “descuento” se acercaron a 900.000 millones de dólares.
¿Qué agregan las memorias de Bernanke a lo que ya conocemos?
Para comenzar, otorga nueva credibilidad a su aseveración de que la Fed no podría haber impedido la quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008. Recuerden que el colapso de Lehman desencadenó el pánico financiero. Recuerden también que Bernanake había dicho que la Fed no podía prestarle a Lehman porque la Fed necesitaba garantía y Lehman no la tenía (era insolvente; sus deudas excedían sus bienes.) Los resultados de la quiebra de Lehman, que Bernanke cita, dan mayor credibilidad a esa afirmación. Se calcularon las pérdidas en cerca de 200.000 millones de dólares y muchos acreedores obtuvieron sólo 25 centavos por dólar. (El siguiente crédito de 85.000 millones de dólares concedido por la Fed a AIG, el gigante de los seguros, no sufrió ese defecto; había garantía.)
Después, Bernananke proporciona cifras instructivas para explicar por qué el sistema financiero era tan vulnerable. Hace años, los bancos dominaban el sistema y obtenían sus fondos principalmente de los depósitos de los ahorristas y de las empresas. Eran, en gran medida, inmunes al pánico, porque la mayoría estaba asegurada por el gobierno. Pero en décadas recientes, surgió el mercado de fondos “al por mayor” consistente en el efectivo excedente de las corporaciones, fondos de pensiones, individuos ricos y otros. Esos fondos no-asegurados fueron prestados a bancos y otras instituciones financieras durante períodos breves, a menudo por un día. Para fines de 2006, los fondos al por mayor sumaban 5,6 billones de dólares, excediendo los depósitos asegurados, que sumaban 4,1 billones de dólares. Lo que provocó el pánico y amenazó con derribar el sistema financiero fue la retirada abrupta de esos fondos.
Finalmente, Bernanke sostiene de manera convincente que ese pánico financiero—y no los incumplimientos de pagos ni las hipotecas riesgosas—fue la esencia de la crisis. Los préstamos de alto riesgo representaron alrededor del 13 por ciento de las hipotecas de viviendas pendientes, dice. Aunque desencadenaron la crisis, el sistema financiero podría haber absorbido esas pérdidas. El daño económico real, dice, surgió de los caóticos efectos secundarios de la anulación de las hipotecas: temor a más pérdidas en otro tipo de préstamos (deuda de tarjetas de crédito, de préstamos de automóviles); la caída de los precios de los bonos cuando las instituciones financieras abandonaron los títulos “tóxicos”; y la fuga de fondos al por mayor de los bancos, bancos de inversiones y otras entidades (gran parte de su efectivo pasó a valores del Tesoro de Estados Unidos).
Así golpeado, el sistema financiero se volvió comatoso. Ya no proporcionó crédito donde se necesitaba. A eso le siguió la calamitosa reacción en cadena de gastos, producción, puestos de trabajo y confianza. La “agitación financiera” escribe Bernanke, “tuvo consecuencias directas para la gente común.” Hasta cierto punto, todo eso suena cierto. Aún así, como teoría de la crisis, es incompleta. Las crisis financieras no son hechos enteramente azarosos. El sistema debe ser vulnerable a una conmoción. Bernanke identifica una vulnerabilidad, los fondos al por mayor.
Pero hubo una fuente mayor de vulnerabilidad: la misma prosperidad que disfrutaron los norteamericanos durante un cuarto de siglo. Durante ese período hubo sólo dos recesiones suaves. La inflación y las tasas de interés declinaron. Los precios de las acciones y de las viviendas aumentaron. Sintiéndose más ricos, los norteamericanos obtuvieron más préstamos y gastaron más. Entre 1982 y 2007, los gastos del consumidor subieron de un 62 por ciento de la economía (producto bruto interno) a un 67 por ciento.
La buena fortuna tuvo consecuencias. Nutrió una confianza excesiva. La economía parecía ser menos riesgosa, en parte porque la Fed parecía capaz de distender rápidamente cualquier amenaza seria a la prosperidad. Las conductas que finalmente llevaron a la crisis—estándares de crédito poco estrictos, más préstamos—fueron alentadas, porque el panorama económico parecía menos amenazante. La excesiva prosperidad condujo a una inestabilidad de consecuencias catastróficas. Es una lección fundamental de la crisis. Bernanke no reconoce las preocupantes implicancias; en verdad, casi nadie lo hace.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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