Por: Andrés Quintero Olmos.
Una economía como la colombiana, que tiene una mano de obra diez veces más onerosa que la mayoría de los países asiáticos, no puede competir en la economía de la imitación sino únicamente en la de la innovación.
Brasil, lo entendió muy bien hace más de dos décadas. Su sector agrícola, que concentra hoy más de 33% del empleo del país, ha sido catalogado por la FAO como el de mayor avance tecnológico en los últimos años: Brasil tuvo en la década de los 2000 el principal crecimiento agrícola en el mundo. Su agroindustria representa, hoy, 25% de su PIB y el sector agrícola crece al doble que el ritmo nacional. El Estado brasileño no logró estos resultados gratuitamente; invirtió sin contar en la investigación científica y desarrollo agroindustrial.
Si Colombia no da este salto de inversión estatal en agricultura avanzada, si no adecua el escenario jurídico de las licencias ambientales y del aprovechamiento tributario de las tierras cultivables, si no se crea un banco de tierras estatales que concesione el uso de éstas al sector privado, etc. la nación nunca se podrá convertir en la gran exportadora de productos agrícolas que todos anhelamos, sino que se mantendrá en mera importadora tanto de productos básicos alimentarios como de conocimiento.
Hoy, tristemente nuestros jóvenes están más pendiente de estudiar abogacía, economía y administración de empresa que ingeniería, química, matemática, agronomía, informática, biología o física. Si el Estado colombiano no incita al sector privado y no invierte suficientemente en la educación universitaria avanzada de estas carreras y en la investigación científica pertinente, Colombia no podrá aprovechar el auge tecnológico que se avecina, en donde habrá una revolución increíble de la nanotecnología, la biotecnología, la agroindustria, el “big data”, la robótica, las impresoras 3D y los computadores cuánticos.
Mientras tanto, y lastimosamente, en Colombia el debate es otro: el Gobierno sólo promueve el desarrollo del país desde La Habana. Como lo expresa Miguel Gómez, en su última columna, “La Habana se ha convertido en la excusa para no gobernar. Pareciera que el Gobierno ha terminado por creer su propio discurso de que el desempleo, la baja productividad, los problemas estructurales de competitividad, el retraso tecnológico, la ausencia de justicia, la corrupción, el déficit fiscal, la inseguridad ciudadana se van a corregir con la firma del acuerdo”.
Cuando en el Parlamento francés los debates se desviaban y no se lograba cambiar la realidad, Víctor Hugo solía afirmar lo siguiente: “¿Cuál es nuestro actual y más grande peligro? La ignorancia, la ignorancia, más allá de la pobreza. Es a favor de la ignorancia que ciertas fatales doctrinas pasan del espíritu despiadado de los teóricos a la mente confusa de las multitudes. El día que la ignorancia desparezca, los sofismos se desvanecerán”. Ojalá el día que el proceso de la Habana desaparezca, volvamos a debatir los temas esenciales de nuestro progreso, y los sofismas desparezcan; pero quizás ya sea muy tarde.
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