Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – De pronto el caso de Grecia va mucho más allá de Grecia.
El desigual voto griego —61 por ciento contra 39 por ciento— en rechazo del último paquete de rescate de los acreedores del país ha convertido su impasse en un drama definitorio sobre el futuro de Europa. Grecia oscila al borde de un colapso económico. Sus bancos son prácticamente insolventes y limitan las extracciones diarias de los ahorristas a escasos 60 euros (66 dólares). Los líderes europeos han dado a Grecia un ultimátum de cinco días (hasta el domingo) para alcanzar un acuerdo con las entidades crediticias. Si no surge un acuerdo, la situación, ya caótica, empeorará. El gobierno agotará su escaso suministro de euros y se verá obligado a pagar ya sea en certificados (que posiblemente incluirán promesas—no fiables—de convertir los certificados en euros) o en una moneda nacional, el dracma.
Cuál será el valor de la nueva moneda es una pregunta abierta que multiplicaría, al menos inicialmente, la incertidumbre y falta de confianza. La consecuencia política: la sensación de traición que ya sienten los griegos hacia la Unión Europea por no proporcionar una red de seguridad a un país miembro, en un momento crucial, es igualmente importante. Entre los países acreedores (Alemania, los Países Bajos), la animadversión es recíproca. Echan la culpa de la situación a los propios griegos.
El resentimiento mutuo amenaza con transformar la política europea, tal como lo expresó Griff Witte en el Washington Post. Lo que se cierne es un juego multinacional de culpas, en el que los ciudadanos de los 19 países de la zona del euro (países que usan esa moneda) y de la Unión Europea mayor, compuesta por 28 miembros, toman partido. “En todo el continente,” escribió Witte “los partidos [políticos] que han alcanzado velozmente su prominencia con una retórica populista, celebraron lo que vieron como el golpe tal vez más directo hasta el momento contra el corazón del orden europeo.”
No hay una manera simple de distender la situación. Tanto el gobierno griego bajo el primer ministro Alexis Tsipras y sus acreedores —principalmente el Banco Central Europeo, otros gobiernos europeos y el Fondo Monetario Internacional— enfrentan límites en su espacio para maniobrar. Si Tsipras acepta demasiadas exigencias de sus acreedores con respecto a recortes de gastos y aumentos fiscales, se considerará que está repudiando su propio programa anti-austeridad. Eso enfurecería a sus seguidores. En cuanto a las naciones acreedoras, están intentando navegar entre dos resultados indeseados: ser demasiado liberales a fin de mantener a Grecia en la eurozona; o ser demasiado amarretes para disuadir a otros países de procurar un trato similar.
Si no pueden alcanzar un acuerdo con Tsipras, Grecia casi con certeza continuará en incumplimiento de pagos de sus deudas y se verá forzada a abandonar la zona del euro (un proceso llamado “Grexit”). Nadie desea eso, en realidad, porque implica que otros países de deuda alta (Portugal, Italia, España) podrían algún día irse de la eurozona —con toda la incertidumbre que implica. Pero lo peor para los acreedores sería capitular ante Tsipras. Otros partidos radicales de la UE podrían entonces hacer una campaña para recibir ayuda. Podría haber una reacción en cadena de protestas, en que el partido izquierdista Podemos, de España, quizás llevara la delantera.
Nadie sabe. La crisis griega ha sorprendido repetidamente. Ambos bandos aparentemente calcularon mal: Los acreedores, creyendo que cuentan con el dinero que Grecia necesita, parecen haber supuesto que Tsipras cedería a esa realidad; y Tsipras y su ex ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, pensando que los acreedores querían impedir que cualquier país se fuera del euro, actuaron como si su arriesgada política fuera a prevalecer. La pregunta ahora es la siguiente: ¿Cuáles son las consecuencias duraderas de esos errores?
(c) 2015, Washington Post Writers Group
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