Por: Eduardo Lleras
Mis primeros tiempos como padre estuvieron llenos de temor y ansiedad por la salud y vida de mis hijos. Tanto era mi temor, que mi hijo mayor durmió con nosotros durante un buen tiempo, pues de esa manera chequeaba yo su respiración con celeridad en mis ataques de pavor nocturno. En sus primeros años de vida le prohibí montar a caballo, en moto, correr con libertad y otro tanto de actividades propias de un ser en crecimiento.
Todo cambió un día soleado cualquiera en las aguas del río La Vieja en Risaralda. Hacíamos en compañía de sus primos el acostumbrado balsaje, cuando nuestra balsa se parqueó cerca de la rama de un árbol que atrevida formaba un trampolín natural sobre las aguas. Los niños se apearon y uno a uno se fueron lanzando al río para ser recogidos por sus padres río abajo. Mi pequeño, entusiasmado me dijo “papito ¿me puedo lanzar?”, y yo, seguro de mí mismo le dije que no. Absorto por las lágrimas que se asomaban en su cara, me di cuenta de que mi hijo, vía su propia vivencia, acumularía recuerdos imborrables, buenos y malos, y miedos propios adquiridos en su propia experiencia. Hasta ese momento, su vida era mi vida y lo único que yo hacía era trasladarle mis miedos, los que yo creía eran universales e incuestionables. “Lánzate hijo” le dije y apretando el fondillo me dirigí río abajo a esperarlo. Él escogerá sus miedos y ojalá no sean los míos, repetí como un mantra, mientras muerto yo de miedo lo veía bajar lleno de felicidad a mi encuentro.
Así como en la historia que relato, trato de vivir la vida que no escogí en estos tiempos de confinamiento. Hago y no hago cosas guiado por mis miedos y mi atrevimiento. Me cuestiono, observo, actúo o me quedo quieto. Lloro, rio y a veces la malparidez me lleva. Simplemente vivo y exijo me dejen vivir. Repito, exijo que me dejen vivir, pues creo que es un derecho con el que nací y a fuerza de segundos, minutos, días, semanas, meses y años de vida he logrado cultivar en mi propia consciencia de un ser vivo que se hace responsable de si mismo y su propio entorno. Y así como con todo aquello que busque coartar mi derecho legítimo de cagarme del susto con lo que yo elijo, no me banco que me digan a qué le debo temer.
Y es que en toda narrativa que fijamos nuestra atención encontramos la imposición de miedos. Le debemos temer a un virus, que al final infectará al 70 u 80 por ciento de la población. Debemos temerle a los infectados. Debemos temerles a los trabajadores de la salud. Debemos temerle a quienes usan transporte público. Debemos temerles a los niños que infectan y llevan a la muerte a los ancianos. Debemos temerles a los ricos que trajeron el virus de otras tierras. Debemos temerle a quien visita a sus padres. Debemos temerle a quien quiere o necesita trabajar. Debemos temerle a quien trae el virus a la empresa porque nos lleva a la quiebra. Debemos temerle a quien suda haciendo ejercicio. Debemos temerle a la cercanía física. Debemos temerle a quien abraza, a quien ama al que trae algo de afecto en un mundo ávido de él.
No solo debemos temerles a todos y a todas, sino que debemos juzgarlos. Debemos mirarlos con los ojos recriminadores que se asoman solitarios en la cara, musitando algo inentendible e indiscutible como el que yo soy mejor que tú. Yo estoy limpio. Y así sin mas ni mas reformamos el código penal, volvemos delito la cercanía física, el derecho al trabajo, el afecto por los seres queridos. Nos discriminamos unos a otros porque creemos que la discriminación es un tema solo de razas y no de intolerancia por seres tan legítimos como nosotros mismos. Nos llenamos la cabeza de basura y nos convencemos de que el chiquero sobre el que operamos es el camino que nos llevará a salir de esta situación.
Torpe sociedad y torpes gobernantes que creen que el camino del miedo, de señalar, es el camino del aprendizaje, de hacernos mejores. Abogamos por la educación como la vía de solución a nuestros problemas de subdesarrollo y desigualdad y no recordamos que nunca en la historia se ha logrado que la educación con miedo sea una opción sostenible. La educación con miedo lleva a la trampa, a la mentira, al querer ocultar la verdad por el simple hecho de no querer ser señalados, juzgados y, no en pocos casos, violentados.
Algunos creen que de esta saldremos mejores seres humanos y mejores sociedades. Las muestras tempranas señalan lo contrario. Solo vendrán mejores tiempos, si como en las expediciones de montaña en las que he participado, cada quien se hace cargo de su propia mierda.
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