Por: Eduardo Lleras.
En la realidad macondiana que gobierna este país se han dicho inolvidables frases que alimentan la realidad cargada de ficción que vivimos. Años atrás, el Presidente Julio Cesar Turbay en pleno ejercicio de su investidura afirmaba que “toca reducir la corrupción a sus justas proporciones”.
Décadas después, uno de los protagonistas de uno de los mayores escándalos de corrupción (los Nule) afirmaba que “la corrupción es inherente al ser humano”.
Ambas afirmaciones les valieron críticas y una que otra burla a sus “ingeniosos” creadores. Con algo de razón, los actores sociales se rasgaron las vestiduras, tiraron un pañuelo en señal de duelo y se recostaron en la orilla que representa a los pulcros de acción, a los adalides sociales de conductas irreprochables.
En la última semana la senadora Claudia López (por quien voté y me siento divinamente bien representado) enarboló las banderas en contra de la corrupción. Con un grupo de colegas han lanzado una propuesta atrevida, resumida en 7 puntos que buscan legislar sobre como combatir el mayor flagelo que azota a la sociedad colombiana.
Comparto a plenitud su vehemente inquietud pero difiero en los cómos pues creo que no son la solución a un problema que en mi pensar tiene mayores profundidades y que nos concierne e involucra a todos como sociedad.
Creo con firmeza que los sistemas corruptos se estructuran sobre la incapacidad que tenemos los seres humanos para discernir sobre lo que es éticamente correcto o estéticamente correcto en su defecto. Es decir, las líneas éticas de nuestras acciones se confunden y ni si quiera sabemos diferenciar si algo que hacemos se ve feo o huele feo. Creemos que los parámetros de la ley nos dictan el actuar, pero las leyes no cubren a cabalidad el espectro de lo correcto y son torpes e inexactas. A la vez, los encargados de interpretar la ley y aplicarla son torpes e inexactos y su propias mentes se confunde con lo éticamente correcto y se justifican con el discurso subjetivo de la estética.
Pero la vida nos pone día a día en la prueba del discernimiento. No diferencia bien entre quién parquea en una vía principal a hacer una vuelta rápida en el banco, quién hace doble o triple línea en un semáforo de cruce y quién se cuela en la fila de un concierto. No nos enseña nada sobre la belleza el mejor jugador de fútbol del mundo que hace un gol con la mano en un partido de mundial y que 30 años después visita con regalos al arbitro del partido. No desarrollan los niños sus papilas olfativas para saber si algo huele feo cuando un técnico de futbol les enseña a simular faltas o a pegarle al contrincante cuando nadie los está viendo. No sabemos de estética cuando en la edad adulta vemos ejecutivos en empresas privadas cobrando a sus proveedores porcentajes por darles un contrato.
Y cómo vamos a deleitarnos con la belleza si nuestras mismas empresas nos enseñan a hacer todo lo feo posible por mostrar un resultado. Pues bien, en la cotidianidad de la vida nos exponemos y desarrollamos el discernimiento y si el ejemplo que damos no se ve bien no esperemos que aquellos que formamos y forjamos lo hagan mejor.
Tendemos a pensar que la ética y la estética se enseñan en libros de filósofos encumbrados con lenguaje inexpugnable. Pero no, la ética y su dimensión estética se aprenden en la experiencia, en el desarrollo de habilidades humanas que nos permiten diferenciar y elegir lo que no es tan solo correcto para mí sino para las relaciones y el sistema en el que convivo.
Es por ello que el problema es más complejo, solo en el desarrollo de elegir lo que es correcto podremos convivir entre las fisuras de lo inexacto y torpe de las leyes. Sin ello, “hecha la ley, hecha la trampa”.
One Response to "Corrupción, cuestión de estética"
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