Despechos ciudadanos

Por: Pascual Gaviria Uribe.

Muchos habitantes de Bogotá han entrado en un singular estado de desencanto ciudadano. Para ellos no queda más que la frustración y el humor negro, la indiferencia y el cinismo como solución contra los incordios y las penitencias de todos los días.

La caricatura, el grafiti, la autocrítica y la risa como última resignación frente a los nudos que parecen insolubles, frente a los proyectos frustrados, que duermen por décadas en planos y solo despiertan para convertirse en arrumes de escombros.

También es común notar cierto complejo capitalino. Entre nosotros los habitantes de la metrópoli no ejercen la jactancia de los encumbrados sino la humildad de los condenados. En varios encuentros recientes con representantes de los que llamamos “rolos de postín”, he encontrado una admiración desmesurada por Medellín, sus aniversarios e inauguraciones. Ahora incluso prefieren a Medellín que a Melgar. Algunos bogotanos han pasado del recelo a la franca admiración por la capital de Antioquia. En los casos más extremos recuerdan algún antepasado paisa y tramitan la tarjeta cívica del metro como consuelo.

Desde lejos las ciudades se identifican y se juzgan según algunos pocos símbolos eficaces. Medellín, por ejemplo, se jacta de ser la cuna de un pintor con éxito internacional. Y se dice innovadora a pesar de lo conservadora: lo importante es vender el chip, no cambiarlo. Hace veinte años, durante cerca de una década, Bogotá fue el paradigma de las ciudades colombianas: la cultura ciudadana, el énfasis en la educación, el orden fiscal, las grandes bibliotecas, los parques públicos, Transmilenio y las figuras de Mockus y Peñalosa hicieron que las otras ciudades fueran una especie de rebaño tras la huella de la capital.

Pero Bogotá ha sufrido la cercanía entre el Palacio Liévano y la Casa de Nariño, ha pagado por ser el ajedrez de prueba de la política nacional y en una década pasó de poner los ejemplos a mostrar los extravíos. Los logros son frágiles y las ciudades pueden dar grandes vuelcos en apenas diez años, como si fueran simples ciudadanos. En eso es necesario reconocerle a Petro su idea de la “Bogotá humana”, demasiado humana.

El peligro para Medellín es entrar en la petulancia provinciana, creer que cuatro kilómetros de tranvía entregados con apenas seis meses de retraso demuestran su éxito administrativo y social, y olvidar que, por ejemplo, los índices de pobreza y la tasa de homicidios de Bogotá siguen siendo una meta todavía lejana. Incluso el rendimiento de los colegios públicos capitalinos es superior a los de Medellín. Las ciudades no pueden ser medidas únicamente bajo la máxima “por sus obras las conoceréis”. Hay logros que no deslumbran pero pesan.

Medellín tiene grandes fortalezas institucionales (EPM, Empresas Varias, un sector privado con influencia regional y nacional, un creciente interés de jóvenes educados en los asuntos públicos, un orgullo regional que hace más fáciles algunas tareas de educación ciudadana; es además la sede de algunas empresas públicas con gran capital humano como ISA e ISAGEN) pero debe reconocer también sus grandes problemas. Por ejemplo, el dominio delincuencial en muchas zonas hace parte de la fortaleza de otras “instituciones” y pone buena parte de “orden” que ha hecho posible la reducción de los homicidios.

Mirar las ciudades más allá de las placas oficiales y los símbolos del desarrollo es una obligación de los medios y los ciudadanos. Señalar las mejoras, subrayar los errores y advertir sobre los extravíos. No todo lo que brilla es “Tacita de plata”.


 

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