Por: Andrés Quintero Olmos.
Lo admito: escribir mi columna es uno de los mejores momentos de la semana. Es un instante de desahogue en este país donde pocas cosas funcionan, donde el dinero es el que manda, donde se heredan fielmente los puestos políticos, donde se aceptan cosas inaceptables como que Timochenko y sus amigos tengan curules para que dejen de matar y donde la pobreza mental –más que la monetaria- lo es todo.
Sin embargo, escribir semanalmente una columna es, a veces, desgastante en temas y, otras veces, frustrante, y más si se materializa el síndrome de la página blanca, como hoy.
Hace unos años, tuve la oportunidad de recorrer en carro una parte de Tailandia. Lo más interesante de este viaje fue experimentar cómo los tailandeses se paralizan todos los días a las 6 de la tarde cuando resuena su himno nacional. Literalmente los tailandeses se momifican; y las calles, parques y centros comerciales parecen rellenarse de fantasmas y todo se vuelve silencioso alrededor de la melodía patria. Un tanto asustador, pero un tanto vibrante. Es como ver, con pocos segundos de intermedio, a la humanidad suspenderse y recuperar vida. El momento más increíble es, cuando inmediatamente terminado el himno, los tailandeses vuelven a sus labores, terminan sus frases y vuelven a sonreír.
Durante este viaje, y una tarde de desplante que tuve, me metí a cine a ver una película. Antes que comenzara la sesión, oí –nuevamente- resonar el himno nacional, con lo cual todo el cine se paró firmemente, casi como soldados erguidos. Me asusté en mi cómoda silla, mis vecinos me miraron con reproche y, entonces, no tuve otra que pararme y ver en la pantalla grande la propaganda del rey, con respeto.
Aquí en Colombia sucede algo parecido: todos los días suena nuestro himno nacional, también a las 6 de la tarde, pero aquí todo el mundo o cambia de emisora o le baja el volumen a los parlantes y nadie detiene su actividad. La verdad es que el himno colombiano silba mejor para un partido de fútbol, recordándonos los goles de los mundiales, que para conmemorar lo grande que es nuestra patria.
El himno nos recuerda más en qué momento este país se jodió o cómo pudiese de estar mejor si no hubiese existido Santos para unos, Uribe para otros o Samper para casi todos. Es quizás el único desahogue patrio que tengamos ante el desastre de nuestro Estado, quizás la más bonita expresión de armonía que tengamos antes de agarrarnos los unos contra los otros bajo guerrillas, paramilitares, ejércitos, riñas, homicidios, violaciones, corrupción y otras de nuestras especialidades.
¿Ustedes no han visto que cada acto político de este país está precedido por el himno? Hasta a una reunión de líderes de barrio le ponen a todo volumen el himno con Picó. ¿Y a dónde me dejan el himno antes del partido de fútbol entre el equipo de Compensar y el de Cafam? ¡Qué ridiculez! Como si el patriotismo se midiera en cantidades de himnos.
¿Pero quién dijo que el patriotismo era bueno? ¿No es esta la forma más artificial de mantenernos unidos entre nosotros en el marco de un demarcado territorio y bajo un mismo seudo-pueblo?
Buen fin de semana.
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