Democracia, protesta social y participación política.

Por: Carolina Cepeda Másmela. 

América Latina es una región democrática si entendemos esta forma de gobierno en un sentido puramente procedimental. Pero, ¿qué pasa si pensamos que la participación política no se reduce a la participación electoral? ¿qué pasa si entendemos que muchos de los cambios que han traído bienestar a nuestra sociedad han sido fruto de formas más amplias de participación política? ¿qué pasa si, además, asumimos que reclamar y reivindicar derechos en las calles y en las plazas es un acto profundamente democrático?

Si adoptamos estos matices ya no tenemos certezas sobre el carácter de América Latina, especialmente en algunos países. Quedémonos sólo con dos casos, pero reconozcamos que los ejemplos abundan en el paisaje regional. Dos casos interesantes porque comparten una particularidad: gobiernos de derecha que afirman “recuperar” la ciudad y el país de los malos gobiernos de izquierda para promover un “cambio ya!”. Gobiernos que representan un sentir aparentemente generalizado de “exclusión política” y de “hastío” con una supuesta lucha de clases promovida por esos malos gobiernos; pero, sobre todo, la “esperanza” de cambio.

Vamos por partes. Estos gobiernos han tomado decisiones de carácter nacional y distrital, según el caso, que, por extraño que parezca, parecen desfavorecer a amplios sectores de la sociedad. Nada nuevo si asumimos que, parafraseando a Arrow, ningún sistema democrático será capaz de responder a todas las preferencias de sus ciudadanos. Sin embargo, eso no significa que los inconformes no puedan manifestar su desagrado frente a las nuevas políticas y que, en la medida de lo posible, exijan ser tomados en cuenta para revertir o reformar tales decisiones.

Y es ahí precisamente donde parece que la democracia se agota. ¿Cuál es la respuesta del gobierno frente a esos reclamos ciudadanos? Parece que 2016 se perfila como el año de la criminalización de la protesta social. La respuesta que los gobiernos de nuestros casos han adoptado frente a reclamos asociados a despidos masivos y al aumento de tarifas en el servicio de transporte público parecen oscilar entre deslegitimar y reprimir a los manifestantes. Los han deslegitimado: los vinculan directamente con los gobiernos anteriores y señalar que sus reclamos no son justos y que no están inspirados en una causa justa sino en el espíritu revanchista de los malos perdedores. Esto, digamos, no es un delito pero sí es un atentado directo contra la democracia: niega el debate de ideas y de visiones de mundo que es tan necesario en la construcción del orden social.

Ahora, los manifestantes han sido abiertamente reprimidos (y de paso, un poquito más deslegitimados): uso de la fuerza contra ciudadanos que protestan pacíficamente aunque sus acciones sean disruptivas; represión un poco más sutil al utilizar adjetivos criminalizantes como “vándalos” o “saboteadores”; y, más represión abierta con la detención y judicialización de líderes sociales, militantes y manifestantes ocasionales.

Esto, digámoslo, sí es un delito que atenta contra el derecho a la protesta y la libertad de expresión, bases de una democracia (al menos procedimental). Esto, además, recuerda los vergonzosos momentos de nuestra historia regional en los que la democracia se ha sacrificado en nombre de la seguridad. Esto, además, excluye otros puntos de vista y niega la posibilidad del debate entre ciudadanos y autoridades, agota los canales institucionales de participación y termina por restringir aún más nuestra precaria democracia. Tanto en común. Entre bogotanos y argentinos, para hablar sólo de dos casos.


 

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