Cuestiones de oído – crónica gastronómica

En mi tierra natal, Galicia, la gente es muy aficionada a la oreja de cerdo; tanto que no hay ciudad en que no haya una tasca que, llámese como se llame, no sea conocida como “Bar Orellas” (oreja, en gallego) por la cantidad de tapas de estos pabellones auditivos porcinos que se despachan allí.

La oreja figura, por supuesto, en todas las preparaciones en las que entra la cabeza del marrano, pieza mayor en platos festivos y corales, como el cocido gallego. La cabeza se compra salada, y es muy importante discernir el punto de sal que tiene; mi experiencia me dice que la más adecuada es la de media curación.

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Hay devotos de la cabeza de puerco que distinguen hasta siete sabores distintos en ella: el morro, la careta (ahora se llama carrillera), la papada, la mandíbula, la oreja y, eventualmente (no siempre viene: se venden muchas cabezas ‘mudas’), la lengua. Ni que decir tiene que su preparación ha de partir de una escrupulosísima limpieza.

En casa, mi mujer prepara un fiambre de cabeza de cerdo que yo prefiero a cualquier “cabeza de jabalí” industrial; la de casa, por llevar, lleva hasta pistachos, que parecen esmeraldas que contrastan con el azabache de los granos de pimienta y la variada coloración de las carnes.

He de decir que esa es la única forma de comer cabeza de cerdo que realmente me agrada. He tenido experiencias lamentables con la cabeza troceada; la última, bastante desagradable, fue encontrar en ese trozo que llamamos “mandíbula” hasta cuatro piezas dentales del animalito, que no tiene costumbre de ir al dentista. Me temo que voy a tardar en repetir.

Tampoco soy muy aficionado a la oreja; más que nada, por el cartílago que contiene, que a mí me resulta muy poco satisfactorio. Pero ya digo que el gallego es muy partidario de tomar como aperitivo una racioncita de oreja de cerdo, convenientemente troceada en bocados que se pican con un mondadientes.

La oreja hay que limpiarla muy bien, eliminando pelos y demás zarandajas no deseables. Naturalmente, hay que desalarla. Luego se cuece ella sola (para este menester), y se sirve al estilo de las ferias, sencillamente espolvoreada de pimentón y rociada con un hilo de aceite de oliva. Sus incondicionales prefieren las partes pegadas a la cabeza, más grasas… y con más cartílago.

En otros lugares de España es costumbre pasarlas por la plancha después de cocidas. También hay quien las reboza en huevo y harina. Y hay bares que han cimentado su fama en ellas, como uno de la zona de vinos de Logroño, capital de la Rioja española, que las vende por centenares, servidas sobre rebanadas de pan.

Pero hay otras “orejas” que sí gozan de todo mi aprecio: son las “orejas” que se hacen en Carnavales, con las filloas (variante de las crêpes) como compañeras a la hora del postre. No son más que una fruta de sartén, pero hay que tener mano.

Hay que poner en un bol un huevo, una cucharada de manteca de vacas, una cucharada de anís, una cucharada de azúcar glas y una pizca de sal. Además, tres o cuatro cucharadas de leche.

Se mezcla todo y se va incorporando, desde un colador, un cuarto de kilo de harina. Ahora se amasa bien, añadiendo más leche si es necesario, hasta lograr una masa manejable. Se deja reposar al menos una hora, se estira muy bien y se corta en triángulos o medias lunas.

En la sartén tendrán aceite en el que habrán frito, para aromatizarlo, unas pieles de limón. Vayan friendo ahí las orejas, que depositarán sobre papel absorbente una vez doradas para eliminar cualquier rastro de aceite. Finalmente, se espolvorean con azúcar glas y canela en polvo, y están listas.

Y muy ricas. Decididamente, en cuestiones de orejas me inclino por las de repostería. (EFE)


 

 

 

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