Con una voz plácida, Ibrahima cuenta su cautiverio en manos del grupo yihadista nigeriano Boko Haram, y su periplo hasta Europa. En la “biblioteca humana” de Chipre, los refugiados han reemplazado a los libros, y cuentan cara a cara sus vicisitudes a los habitantes de la isla.
“El objetivo es ver las cosas bajo otro ángulo. En lugar de abrir una novela, los lectores se zambullen en la vida de una persona”, explica Margarita Kapsou, voluntaria, en un espacioso café de decoración vintage ubicado en la ciudad vieja de Nicosia, donde se celebra el evento.
Este día, la ONG ha invitado a ocho de los 6.000 refugiados y 2.500 demandantes de asilo con que cuenta la isla.
Instalados en sillones de cuero rojo, con música acústica de fondo, palestinos, sudaneses y congoleños detallan durante tres horas su dificultoso viaje.
‘Ganas de ayudar’:
“Yo pensaba que la vida se había terminado para mí”, confía Ibrahima Yonga, de 18 años, torturado y obligado a huir de Camerún tras escapar de los islamistas de Boko Haram. Detrás dejó a su familia, de la que no tiene ninguna noticia.
De un tirón, el joven relata los cuatro meses pasados a bordo de un barco sin saber adónde iba, hasta que “por azar” desembarcó en Chipre.
Al igual que otros 400 solicitantes de asilo, su viaje concluyó en el centro de acogida de Kofinou, en el sur de la isla mediterránea, donde las condiciones son precarias. “Las duchas están rotas, el agua helada, y los locales sucios”, enumera, con los ojos brillantes mirando fijamente al suelo. “Pero no tenemos más opción”.
“Muy emocionada” por su testimonio, Theano Stellaki, una chipriota de unos sesenta años, asegura que tiene “ganas de ayudarlo”. “Oímos esto todos los días en la televisión, pero verlo de frente es otra cosa”.
Para seguir con la metáfora, los organizadores han multiplicado las referencias a una biblioteca real. De un lado, los traductores hacen oficio de “diccionarios”, de otro se muestran los títulos de las ocho historias, con un cartón verde cuando los “libros” están disponibles y rojo si están “alquilados”.
Caminando entre las mesas, Margarita se asegura reloj en mano de que cada “lector” respeta el tiempo fijado, 30 minutos. Una rotación “necesaria para optimizar los encuentro”, aunque desestabilizadora para el público. “Los relatos son muy densos, así que después de dos ‘libros’ he tenido que hacer una pausa”, cuenta Jérémy, un francés expatriado en Chipre, que dice estar “enganchado por la fuerza de las historias” oídas.
En un documento distribuido a los participantes se les pide “tratar los libros con respeto”. “Los refugiados comparten experiencias personales y sensibles, y deben sentirse cómodos”, insiste Margarita, una de los 11 voluntarios organizadores.
‘Una forma de liberación’:
En un rincón de la sala, Kamal, de 42 años, se levanta el gorro para mostrar bajo una luz tamizada la cicatriz de una bala que le rozó la cabeza cuando trataba de huir de Sudán. “No sentí casi nada”, asegura. “Creo que me hará falta un poco de tiempo para digerir lo que he escuchado”, afirma Alexandra, una estudiante de 16 años, admitiendo que “es una suerte conocer la verdad” de los refugiados.
“Nos viene bien compartir lo que vivimos, en lugar de guardarlo todo para nosotros. La palabra es una forma de liberación”, dice sonriente Kamal, bloqueado en Chipre desde hace 16 años.
Ibrahima, de un natural tímido, está menos cómodo con este ejercicio. Pero el taller es una forma de “volver a cargar” con su vida”, que espera sea “normal, y nada más”. AFP
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