Por: Manuel Guzmán Hennessey.
El sacerdote jesuita Francisco de Roux escribió en estos días: “Nos creíamos invencibles. Íbamos a cuadruplicar la producción mundial en las tres décadas siguientes. En 2021 tendríamos el mayor crecimiento en lo que va del siglo”. Un crecimiento casi infinito, ilimitado en todo caso.
El modelo prometeico de la felicidad colectiva que iríamos a alcanzar antes de 2050, basado en la libertad de los mercados y la desregulación casi absoluta por parte de los Estados, parece estallar en mil pedazos. No me refiero al sistema como tal, que ese aún aguanta un tiempo más. Me refiero a las bases conceptuales de ese modo de vida colectivo que abrazamos con furor desde mitad del siglo XX. La crisis del coronavirus es el síntoma. El problema es el pensamiento del Hombre que alimentó y desarrolló ‘el modelo’. La crisis climática y la crisis económica también son síntomas. “¿Dónde está el Estado? ¿Dónde está el Estado?” se ha preguntado la periodista brasileña Eliane Brum ante los evidentes desconocimientos de la evidencia científica por parte de Jair Bolsonaro.
En diciembre de 2017, en la Universidad de Cambridge, en el marco del Simposio Soberanía, Economía e Historias Globales de Recursos Naturales, se llevó a cabo un diálogo entre Katrina Forrester y Jedediah Purdy bajo el título de “El mundo que hemos construido “. Purdy es professor de Duke University y autor del libro After Nature: A Politics for the Anthropocene (Harvard University Press, 2015).
Allí, Purdy elaboró la idea de que la naturaleza está sumergida, dominada por el mundo que hemos creado, y el mundo, hoy es “una especie de infraestructura global”, de manera que se convierte en un obstáculo para un cambio significativo de conductas colectivas que puedan enfrentar las crisis que vivimos. La crisis climática en cámara lenta, dijo, también es la crisis en cámara lenta del capitalismo, o de la democracia global. Queremos actuar como humanidad, pero las instituciones significativas de la humanidad no existen o no hay voluntad de usarlas. La humanidad no actúa como un agente colectivo. Estamos en manos del Estado y el Estado es ineficiente, incapaz de enfrentar crisis porque el estado solo piensa en términos de dinámicas de mercados y no en condicionamientos filosóficos determinantes. El cambio climático, afirma Bernardo Toro, es un determinante físico.
Purdy corrobora el aserto de De Roux: nos creimos invencibles pero nunca lo fuimos. Lo principal de la infraestrustura que hemos construido como mundo no son las carreteras, el mundo del hormigón y la fibra óptica, sino, principalmente, las leyes de la economía (dudosa ciencia) que dan vida (dudosa vida) a los mercados desregulados: las formas materiales e inmateriales, ecológicas e ideológicas de dominación y restricción.
¿Cómo reaccionarán los Estados en el post coronavirus? (según los entendidos esta curiosa e inusitada ‘era’ empezará alrededor de 2021). La década 2020 2030 se consideró la decisiva para dos propósitos globales: cumplir la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y sentar las bases para una economía libre de carbono antes de 2050. Este último objetivo (la infraestructura energética del mundo basada en renovables) debería lograrse antes de 2030. Ahora es necesario sumarse a estos ya difíciles objetivos, la reconstrucción de la economía afectada por el coronavirus.
Purdy no propone fórmulas mágicas. Apela al sentido común de proclamar las bondades de las democracias. Afirma, no excento de ingenuidad, que ‘en nuestra capacidad de creación, todos somos iguales’. Se pregunta: ¿qué puede significar esa igualdad fundamental en la infraestructura desigual que han hecho los hombres, en su mayoría hombres blancos y poderosos? Solo podemos hacer que esa igualdad sea significativa si podemos romper el ciclo, dentro del cual la infraestructura da forma a nuestros deseos y creencias.
¿Romper el ciclo? ¿Qué significa eso? ¿Percatarse del cadáver insepulto del neoliberalismo? Entonces el profesor agrega otra ingenuidad: confiar en los Estados para que actúen, y restringir la acción del Estado con recursos propios: recursos políticos en lugar de naturales: principios de distribución, de propiedad común en lugar de mera humanidad, que atienden el hecho de que compartimos el planeta con otras especies. Nosotros, el soberano democrático, deberíamos ser soberanos sobre nuestra naturaleza común y nuestra infraestructura común. Ha sido creado de manera desigual, distribuido de manera desigual, pero con razón, con el tiempo, debería pertenecer a todos nosotros.
La era post coronavirus ya tuvo un ensayo global en la crisis económica del 2008. Pero nada de lo que proclama Purdy sucedió. Lo que vimos entonces fue un rebrote de las economías desreguladas que se impuso furiosamente como la única tabla de salvación global para la crisis. ¿Copiarán los Estados esta receta para el post coronavirus? Probablemente sí. Entonces las súbitas disminuciones de las emisiones de carbono que hemos visto en China y en todo el mundo durante las cuarentenas, volverán a sus picos más altos.
De Roux parece contestarle a Purdy: “Matábamos 2.000 especies por año haciendo alarde de brutalidad. Habíamos establecido como moral que bueno es todo lo que aumenta el capital y malo lo que lo disminuye, y gobiernos y ejércitos cuidaban la plata pero no la felicidad. Se nos hizo normal que el diez por ciento más rico del mundo, Colombia incluida, se quedara cada año con el 90 por ciento del crecimiento del ingreso. Habíamos excluido a los pueblos indígenas y a los negros como inferiores…”
Y da un paso más, esbozando una interpretación sobre el papel del Estado en la crisis que se avecina: “La vulnerabilidad llega para que los gobiernos entiendan qué es el Estado. La única institución que tenemos los ciudadanos para garantizar a todas y todos por igual, en las buenas y en las malas, las condiciones de la dignidad. Para eso están los presidentes y los ministros y la Policía y el Ejército, y los jueces y el Congreso. Todos vulnerables”.
La reflexión sobre el Estado nos remite a la respuesta que los Estados dan a la pandemia. No son pocos los dirigentes de Estado que hoy asumen la negación, o, en el mejor de los casos, la minimización, para negar la gravedad de la crisis climática. Sintomático de la crisis es que la pandemia del coronavirus haya disparado (o avivado) la controversia entre aquellos líderes que privilegian la salud y aquellos que instan a que todo siga igual para no paralizar la economía. El analista argentino Sergio Federovisky anota que en este último bando, están, no casualmente, los que descreen del cambio climático. Hay que seguir produciendo, creciendo y contaminando, pues igual se acabará el mundo, escribió Federovisky refiriéndose al paradigma predominante. Pero el Papa Francisco ya lo había escrito en Laudato Sí: “El problema fundamental es otro y más profundo todavía. El modo como la humanidad ha asumido la tecnología y el desarrollo, mediante un paradigma homogéneo y unidimensional… de aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos. Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a ‘estrujarlo’ hasta el límite y más allá del límite”.
Por eso me pareció que la imagen del Papa Francisco caminando por la Plaza de san Pedro no habría podido ser más sobrecogedora e ilustrativa del momento que vivimos. Solo, bajo una lluvia leve, al caer de la tarde. Triste, desolado, abatido. Es la imagen espejo de todos hoy en el mundo: vulnerables, sin estados y sin rumbo, inciertos y erráticos.. Nada más elocuente que su homilía: “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados, pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”.
Francisco dijo en la plaza vacía: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas… Nos llama a tomar este tiempo de prueba (el del confinamiento por el coronavirus) como un momento de elección, no es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es… nuestras vidas están tejidas”. Y Hans Joachim Schellnhuber, recientemente nombrado Director emérito del Instituto Potsdam, uno de los centros de investigación científica sobre el cambio climático más reconocidos en el mundo, escribió en 2019: “El cambio climático está ahora alcanzando el desenlace en el que, muy pronto, la humanidad deberá elegir entre tomar acciones sin precedentes, o aceptar que todo se ha dejado para muy tarde y sufrir las consecuencias […] si seguimos por el camino que llevamos ahora hay un gran riesgo de que acabemos con nuestra civilización. La especie humana sobrevivirá de alguna manera, pero destruiremos casi todo lo que hemos construido en los últimos dos mil años”.[i]
[i] Hans Joachim Schellnhuber, “Foreword”, En David Spratt e Ian Dunlop, What Lies Beneath, The understatement of existential climate risk, Melbourne, Australia: Breakthrough, National Centre for Climate Restoration, 2018, 2-3.
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3 Responses to "Coronavirus: ¿Y dónde están los Estados?"
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