El origen de las relaciones interamericanas

Por: Carlos Guevara Mann

Profesor de Ciencias Políticas y director de la Maestría en Asuntos Internacionales, Florida State University, Panamá.


Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina han ocupado la atención pública en nuestro hemisferio durante dos siglos.  A lo largo de este período, han sido objeto de análisis político, cursos universitarios, reuniones estratégicas, conversaciones cultas y corrientes: en síntesis, del más variado interés.  ¿Cuándo comenzaron esas relaciones?  Este un punto interesante, que nos concierne a todos, en vista de la gran influencia ejercida por Washington en todo el continente y de lo determinante que ha sido su hegemonía en nuestra propia evolución histórica.


Washington relaciones interamericanas

Foto: Carlos Guevara


La gran Unión norteña surgió como Estado independiente a finales del siglo XVIII.  En 1775, trece colonias situadas sobre el litoral Atlántico de Norteamérica se rebelaron contra el rey de Inglaterra, Jorge III, su monarca. El año siguiente, reunidas en un congreso, proclamaron su independencia de la metrópolis.  En 1781 lograron el triunfo militar sobre las fuerzas británicas y, dos años más tarde—ya constituidas en Estados Unidos de América—firmaron en París un tratado de paz mediante el cual Gran Bretaña reconoció a las trece colonias como “Estados libres, soberanos e independientes”.  Así entró al sistema internacional, de jure, la nueva entidad política creada en 1776 a partir de su famosa Declaración de Independencia.

En 1787, otra convención aprobó una ley fundamental, de contenido republicano: la Constitución de los Estados Unidos de América.  Dicha carta orgánica—aún vigente, 233 años después de su redacción—representó una gran innovación política y sirvió de modelo para muchos Estados fundados posteriormente, entre ellos, las repúblicas hispanoamericanas.  Todavía hoy, la arquitectura constitucional diseñada en Filadelfia, más de dos siglos atrás, sorprende y cautiva por su racionalidad, ingenio, pragmatismo y creatividad.

Mientras Estados Unidos daba sus primeros pasos y era admitida en un sistema internacional donde predominaba la monarquía como forma de gobierno, Hispanoamérica permanecía sometida a la corona de Castilla, a la que había sido anexada en 1493, desde que el papa Alejandro VI emitió su célebre bula “Inter caetera”, en virtud de la cual donó, concedió, y asignó “perpetuamente”, a los reyes Fernando e Isabel, así como a sus “sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano.” Actuaba el pontífice, según su propia afirmación, en ejercicio de “la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de Jesucristo”.  Fue esa la supuesta base legal de la dominación hispánica en América durante más de tres centurias.

A inicios del siglo XIX, sin embargo, esa dominación sufrió un golpe mortal cuando, en 1808, Napoleón Bonaparte invadió España, depuso a los sucesores de los reyes católicos e instaló en el trono de Madrid a su propio hermano, José Bonaparte.  Ni los españoles ni los americanos se avinieron a esa imposición; en España, se creó una Junta Central Suprema Gubernativa del Reino—una especie de gobierno paralelo para los reinos del destronado monarca, aunque sin control territorial eficaz excepto en una pequeña porción al sur de la península ibérica.  En América se siguieron los pasos tomados en España: argumentando que la corona había sido usurpada por Bonaparte, los patriotas de varias ciudades formaron juntas autónomas, con la pretendida intención de gobernar en nombre del rey cautivo (Fernando VII).  La primera se instauró en Quito (1809).  Dos años más tarde, la Junta Suprema de Caracas fue la primera en declarar la independencia del territorio adscrito a su jurisdicción, el 5 de julio de 1811.

Al igual que otras juntas, aun antes de proclamar su independencia de España, la de Caracas había enviado agentes al exterior.  El 19 de abril de 1811, el gobierno caraqueño designó una comisión ante el Reino Unido, constituida por Andrés Bello, Luis López Méndez y Simón Bolívar, quien luego sería el gran héroe de la liberación hispanoamericana.  Ese mismo mes, la junta designó otra comisión, compuesta por Juan Vicente Bolívar (hermano del Libertador), José Rafael Revenga y José Telésforo de Orea, para promover en Estados Unidos el apoyo a la causa independentista sudamericana.

En julio, la junta designó a Orea “agente diplomático” ante el gobierno estadounidense, el cual, por cierto, desde 1810 había nombrado “agentes comerciales” en La Guaira, Buenos Aires y otras ciudades.  El gobierno de James Madison (1809-1817), sin embargo, no reconoció oficialmente a Orea (como tampoco fue oficialmente reconocida la misión enviada al Reino Unido).  Aun así, el agente caraqueño tuvo la oportunidad de entrevistarse con el secretario de Estado, James Monroe y de mantener con él un interesante intercambio epistolar.

***

Monroe (1758-1831), una de las grandes figuras de la política estadounidense en sus años incipientes, fue un personaje interesante.  Tenía fama de hombre cordial y reflexivo, además de patriota acrisolado y firme partidario del sistema republicano.  A los 18 años había dejado los estudios universitarios en The College of William & Mary por los campos de batalla de la guerra revolucionaria.  Combatió bajo las órdenes de George Washington y, luego, estudió derecho bajo la orientación de Thomas Jefferson.  En la carrera política, sirvió a su patria como diputado, senador, gobernador y embajador.

En la política exterior, Monroe era partidario del pragmatismo y el expansionismo.  Creía firmemente en la necesidad de expandir las fronteras de Estados Unidos más allá de su contorno inicial, que comprendía las trece colonias originales y sus territorios aledaños hasta el río Misisipi.  Fue uno de los comisionados que logró, en 1803 la compra a Francia del enorme territorio de Luisiana (casi 2.2 millones de kilómetros cuadrados), lo que duplicó, de la noche a la mañana y a precio de remate (15 millones de dólares), la superficie territorial de su país.  En 1811, el presidente Madison—último de los padres fundadores en ejercer la presidencia de Estados Unidos—lo nombró secretario de Estado.  Le tocó un período difícil, durante el cual aconteció la segunda guerra con Gran Bretaña (1812-1815), cuyo momento más dramático fue la ocupación y quema de la capital (Washington, D.C.) por las tropas británicas.

El pragmatismo de Monroe y otros estadistas de su época definió la política exterior estadounidense en este período.  Más allá de las simpatías republicanas que, indudablemente, suscitaban en Estados Unidos los movimientos independentistas sudamericanos, Washington se adscribió a la política de reconocer a los gobiernos que mantuviesen el control efectivo de su territorio, independientemente de su naturaleza.  No sería hasta muchos años después cuando la forma de gobierno se tomaría en cuenta, al menos en teoría, como elemento vital para el reconocimiento, dándose preferencia a los regímenes democráticos.

En aquella época, lo que importaba—tal cual lo manifestaban Monroe y sus colaboradores—era que el gobierno fuese efectivamente soberano en su territorio. Y en ese momento, no había seguridad de que los patriotas hispanoamericanos lograrían su cometido independentista.  La propia Junta de Caracas, que con tantos bríos proclamó la independencia de Venezuela en 1811, sucumbió, un año más tarde, a las huestes del feroz Monteverde, comandante de las fuerzas españolas.  Varias secciones de Hispanoamérica cambiarían de manos entre patriotas y españoles a lo largo de la década.  No estaba claro qué bando predominaría en los encarnizados combates que se libraban en México y América del Sur.

Mientras Hispanoamérica se desangraba en una lucha fratricida, el gobierno estadounidense, sin dejar de dar seguimiento a la situación, tenía la mira puesta un poco más cerca.  La Florida aún pertenecía al imperio español y Estados Unidos la codiciaba.  El objetivo de Madison y Monroe era adquirirla mediante cesión de España, aunque si este medio fracasaba, no descartaban el uso de la fuerza.  A fin de no antagonizar las negociaciones con el gobierno español—desde 1814 en manos de Fernando VII, quien había recuperado el trono— el 1 de septiembre de 1815, el presidente James Madison declaró la neutralidad de Estados Unidos en el conflicto hispanoamericano.  Aun si los insurgentes lograban consolidar su control sobre alguna porción del imperio español, Washington no lo reconocería hasta tanto consiguiera su objetivo de acaparar la Florida.

Así pues, por más simpatía que en la opinión pública estadounidense generó la independencia de las Provincias Unidas en Sud-América (luego conocida como la República Argentina), el 9 de julio de 1816, el presidente Madison no recibió a su enviado, Manuel Hermenegildo de Aguirre, designado, precisamente, para obtener el reconocimiento diplomático de Washington.  Las negociaciones en torno a la Florida continuaban entre España y Estados Unidos; finalmente, en 1819, se firmó el “Tratado de amistad, arreglo de diferencias y límites entre S.M. Católica y los Estados-Unidos de América”, mediante el cual España cedió a Estados Unidos, “en toda propiedad y Soberanía todos los territorios que le pertenecen situados al Este del Misisipi, conocidos bajo el nombre de Florida Occidental y Florida Oriental.”  No fue hasta octubre de 1820, sin embargo, cuando España lo ratificó y hasta el 22 de febrero de 1821, cuando se dio el canje de ratificaciones.

Estados Unidos pudo entonces entrar en la Florida.  Presidía la Unión, a partir de 1817, James Monroe.  Sus simpatías republicanas eran bien conocidas, como lo eran también su pragmatismo y su convicción expansionista.  El mismo año en que Estados Unidos adquirió la Florida, la situación política de Hispanoamérica se definiría claramente a favor de la independencia.  Tras la derrota española en el Campo de Carabobo (24 de junio), el 30 de agosto de 1821 se adoptó en la Villa del Rosario de Cúcuta la Constitución de la República de Colombia—la Gran Colombia—liderada por el Libertador Simón Bolívar.

El 28 de julio, el Libertador José de San Martín proclamó en Lima la independencia del Perú.  El 15 de septiembre, las provincias centroamericanas se escindieron de la corona española y el 28 de septiembre se emitió en la ciudad de México el Acta de Independencia.  El 28 de noviembre, Panamá tomó, por sus propios medios, la misma determinación y dispuso, por voluntad propia, unirse a la República de Colombia, fundada por Bolívar.

A inicios de 1822, ya era claro en Washington que la balanza en Hispanoamérica se había inclinado a favor de los patriotas.  Tanto así lo expone el historiador William Spence Robertson en su excelente artículo “The Recognition of the Hispanic American Nations by the United States”, publicado en Hispanic American Historical Review (1918), cuya lectura proporciona muchos datos para conocer mejor esta fascinante historia.

En un mensaje especial al Congreso, el 8 de marzo de 1822, el presidente Monroe expresó la intención de su gobierno de reconocer a los Estados americanos recientemente constituidos.  España acusó a Estados Unidos de “perfidia y desvergüenza”, afirmando que el mensaje presidencial violaba “el sagrado principio de legitimidad”.  Instruido por Monroe, el secretario de Estado, John Quincy Adams respondió muy pragmáticamente que la política de Estados Unidos era la de reconocer hechos cumplidos; España ha sido derrotada en América y había pocas posibilidades de que volviera a establecerse en sus antiguas dependencias.

El 28 de marzo, el Congreso estadounidense respaldó, mediante resolución de ambas cámaras, la decisión de Monroe de reconocer a los nuevos Estados y, en mayo, aprobó una asignación presupuestaria de 100 mil dólares para crear misiones diplomáticas en Hispanoamérica.  Poco después—el 19 de junio de 1822—Manuel de Trujillo y Torres, agente diplomático de Colombia, fue oficialmente recibido por el presidente Monroe como encargado de negocios de su país en Washington.  La República de Colombia, que en ese momento abarcaba los Estados contemporáneos de Ecuador, Panamá y Venezuela, así como la Nueva Granada (hoy: Colombia), fue el primer Estado al sur del río Bravo (Grande) reconocido por Estados Unidos.

En 1823, el gobierno de Monroe nombró a Richard Clough Anderson como su primer embajador (ministro, se decía entonces) en Bogotá. Anderson firmó con el ministro de Relaciones Exteriores de Colombia, Pedro Gual, el primer tratado suscrito por Estados Unidos con otro Estado americano, la “Convención general de paz, amistad, navegación y comercio”, hecha en Bogotá, el 24 de octubre de 1824.  Dos décadas más tarde, esta convención fue sustituida por el “Tratado de paz, amistad, navegación y comercio” de 1846 (Bidlack-Mallarino), en virtud del cual Estados Unidos accedió a garantizar la neutralidad del istmo de Panamá y los supuestos “derechos de soberanía y propiedad” de la Nueva Granada (actual Colombia) sobre dicho territorio.

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La historia de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina comienza, pues, en 1822, aunque sus antecedentes se remontan a 1810.  James Monroe fue su principal artífice.  Pero el aporte de Monroe a las relaciones exteriores de su país no quedó allí.  En su mensaje al Congreso, el 2 de diciembre de 1823, Monroe sentó las bases de la política exterior de Estados Unidos hacia América Latina.  Dicho planteamiento es conocido como “Doctrina Monroe”, aunque, más que una “doctrina”—como lo señaló en 1965 el estadista panameño Carlos Iván Zúñiga—se trata de un “instrumento político de dominio y expansión”.

El pronunciamiento de Monroe destaca la diferencia entre los sistemas políticos de Europa, donde predominaban las monarquías (en su mayoría, absolutas) y América, cuyos territorios independizados, tanto al norte como al sur, a esa fecha habían establecido gobiernos republicanos (con la notable excepción de Brasil, que fue imperio entre 1822 y 1889).  Por lo tanto, debía mantenerse entre ambas partes—el viejo y el nuevo mundo—una importante separación.

Estados Unidos no intervendría en los conflictos entre potencias del Viejo Continente y se comprometía a respetar las posesiones europeas que aún quedaban en América.  En esa época, el dominio ultramarino sobre tierra firme americana había disminuido significativamente, aunque extensas secciones aún estaban sujetas a la dominación europea: Canadá dependía de Gran Bretaña; Alaska, de Rusia; Cuba y Puerto Rico, de España; y otras islas del Caribe, de Gran Bretaña, Francia, Holanda y Dinamarca.  En tierra firme también quedaban las tres Guayanas, controladas por el Reino Unido, Francia y Holanda, respectivamente; y Belice, dominada por Gran Bretaña, a cuya protección estaba también encomendado el denominado “reino de la Mosquitia” sobre la costa caribeña de Centroamérica.

Más allá de estas posesiones, Monroe declaró que América estaba clausurada a la conquista y que cualquier intento por volver a una dominación europea, sobre cualquiera parte del continente, sería tratado como un peligro para la “paz y seguridad” de Estados Unidos.

Washington carecía en ese momento (1823) del poderío para respaldar sus advertencias con la fuerza militar.  Más adelante, sin embargo, cuando su capacidad aumentó, la Doctrina Monroe sirvió, junto con la idea del “destino manifiesto”, para justificar el intervencionismo estadounidense en América Latina.  La idea del “destino manifiesto”, surgida en los años de 1840, fue enunciada por el presidente James Buchanan (1857-1861) en los siguientes términos, como lo recuerda el Dr. Zúñiga en su ya mencionado discurso: “Está en el destino manifiesto de nuestra raza, extenderse por todo el continente y esto sucederá antes de más tiempo si se espera que los acontecimientos sigan su curso normal.”

El expansionismo estadounidense tuvo manifestaciones importantes en Panamá a partir de mediados del siglo XIX.  Desde que la Nueva Granada entregó al istmo a la hegemonía de Estados Unidos, mediante el tratado de 1846, el país ha permanecido en la esfera de influencia de Washington.  En muchas ocasiones, los istmeños expresaron su incomodidad frente a esa hegemonía.  La manifestación más dramática de la inconformidad ocurrió el 9 de enero de 1964, cuando el pueblo panameño exigió, con sacrificio de vidas humanas, el fin del control estadounidense de la zona de tránsito, la desmilitarización del territorio nacional y una auténtica neutralización del canal de Panamá.  Gracias a esa gesta, dichos logros fueron parcialmente obtenidos el 31 de diciembre de 1999.

* Una versión anterior de este artículo fue publicada en Revista Élite (Club Unión, Panamá), mayo de 2020.


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