Por: Carlos Guevara Mann
Pocos hubiesen vaticinado que una base naval construida en 1908 en la isla de Oahu, Hawaii, sería, décadas más tarde, escenario de uno de los acontecimientos bélicos más dramáticos de la historia. El 7 de diciembre de 1941, un ataque sorpresivo de la fuerza aérea japonesa ocasionó enormes pérdidas a la flota estadounidense del Pacífico, anclada allí, junto con cuantioso personal y equipos militares.
Alrededor de las 8 de la mañana de aquel domingo inició el bombardeo. Unos 360 aviones realizaron el ataque.
Los japoneses destruyeron más de 180 aviones y una docena de buques de guerra. Tan abrumadora y despiadada fue la agresión que, tras una segunda ronda de bombardeos, a media mañana la aviación japonesa se retiró sin que las fuerzas estadounidenses hubiesen logrado responderles.
Los agresores registraron 100 bajas, mientras que Estados Unidos perdió a más de 2 mil 300 militares.
Según el cálculo japonés, la desarticulación de la armada estadounidense permitiría al imperio del sol naciente culminar sus ambiciosos planes de conquista del sudeste asiático y las islas del Pacífico. El mismo 7 de diciembre, los japoneses incursionaron contra las colonias británicas de Malaya y Hong Kong, así como contra Guam, las Filipinas y la isla de Wake, posesiones estadounidenses.
Eventualmente ocuparían desde Birmania, al occidente (en la frontera con India) hasta las islas del Pacífico, pasando por la península malaya, las Indias Orientales holandesas (hoy, Indonesia) e Indochina, protectorado francés que ya habían ocupado en 1940. A todo lo anterior hay que agregar Taiwán, sometido al gobierno de Tokio desde 1895; Corea, anexada en 1910; y partes de China continental, incluyendo el denominado “Manchukuo”, al noreste, una sección del territorio chino arrebatada por los japoneses, donde Tokio estableció un gobierno títere encabezado por Pu Yi, el último emperador de la dinastía manchú.
Contra China, Japón libraba, desde 1937, una guerra encarnizada. Las atrocidades cometidas por los invasores estremecieron la conciencia mundial. Fue, precisamente, el apoyo estadounidense al gobierno chino frente a la agresión japonesa uno de los factores que deterioraron las relaciones entre Tokio y Washington.
En las semanas anteriores al bombardeo, tanto en Pearl Harbor como en Washington se habían recibido indicios acerca de la inminencia de un ataque japonés. Frente a las informaciones recibidas, no se actuó con presteza, ni siquiera con precaución.
Enterado de los acontecimientos, sin embargo, el gobierno estadounidense reaccionó con firmeza. El presidente Franklin Delano Roosevelt convocó al Congreso a una sesión extraordinaria, que se llevó a cabo al día siguiente, el 8 de diciembre de 1941.
En su discurso, Roosevelt se refirió a la catastrófica jornada del día anterior como “el día que vivirá en la infamia” (“a date which will live in infamy”). Calificó la acción japonesa como un acto de traición: “Estados Unidos se encontraba en paz con esa nación y, a pedido de Japón, todavía estaba en conversación con su gobierno y su emperador hacia el mantenimiento de la paz en el Pacífico.”
Pidió al congreso declarar que “desde el ataque sin provocación y cobarde de Japón, el domingo 7 de diciembre de 1941, ha existido un estado de guerra entre los Estados Unidos y el imperio japonés.” El Senado aprobó la moción por una unanimidad y, en la Cámara de Representantes, solo votó en contra la diputada pacifista Jeanette Rankin, de Montana.
En su interesante artículo sobre el incidente ocurrido en esta fecha, 81 años atrás, la Enciclopedia Británica señala que, “por grande que fuera el éxito japonés a corto plazo, por grande que fuera la humillación infligida a Estados Unidos, el ataque fue, a largo plazo, un monstruoso error por parte del gobierno de Tokio.”
Efectivamente, todo indica que los estrategas de Tokio erraron en su cálculo. Pensaron que su acción paralizaría o, al menos, debilitaría considerablemente a Washington. Contrariamente, lo que lograron fue reforzar la voluntad estadounidense de vencer al enemigo.
El bombardeo a Pearl Harbor unificó al pueblo de Estados Unidos en torno al proyecto de derrota de Japón y sus aliados nazifascistas (Alemania e Italia). La guerra iniciada en aquella fecha terminó en la rendición incondicional de Japón, tras la detonación de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, lo cual produjo indescriptible sufrimiento al pueblo japonés.
Es significativo que un evento que ocurrió a 9 mil 500 kilómetros de distancia tuviera efectos tan importantes—quizás, transformadores—en Panamá. Mediante la Resolución N°1 del 8 de diciembre de 1941, la Asamblea Nacional declaró la existencia “de un estado de guerra entre el Imperio del Japón y la República de Panamá”.
En justificación de lo resuelto, invocó el tratado de 1936 entre Panamá y Estados Unidos, particularmente, el artículo décimo, que obligaba a ambas partes “a tomar todas las medidas que sean necesarias para la defensa del territorio de la República y la protección del Canal de Panamá.” También citó el empeño de Panamá, “junto con los demás países del Continente, en la defensa y mantenimiento de los principios de libertad y democracia que han quedado amenazados por las fuerzas imperialistas del Gobierno del Japón y los que coadyuvan con él en su campaña de agresión y de conquista.
El istmo se convirtió en una enorme base militar estadounidense, sobre todo, a partir de la entrada en vigor del Convenio de Bases de 1942, que permitió a Estados Unidos establecer sitios de defensa en más de 100 puntos del territorio nacional. Como en otros momentos de nuestra historia, el impulso bélico generó un auge económico muy considerable.
Ese crecimiento económico produjo transformaciones importantes, no solo en las áreas urbanas, sino, también, en el interior. Dos libros de la antropóloga Gloria Rudolf, Panama’s Poor (1999) y Esperanza Speaks (2021) describen, de manera muy elocuente, los impactos de la economía de la guerra en el Panamá rural. Su lectura, siempre provechosa, contribuye entender mejor las insospechadas consecuencias del desastroso ataque japonés a Pearl Harbor.
El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.
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