Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – Cualquier día se puede esperar la noticia de una fusión de empresas importantes. La semana pasada, tuvimos la decisión de FedEx, de adquirir la empresa holandesa de entregas, TNT, por 4.800 millones de dólares; y la decisión de Dutch Shell de adquirir el BG Group, una empresa inglesa de gas natural, por 70.000 millones de dólares. Las fusiones y adquisiciones se han convertido en algo habitual en el capitalismo moderno. En 2014, las fusiones y adquisiciones en todo el mundo sumaron 3,5 billones de dólares, un 47 por ciento más que el año anterior, informa Thomson Reuters.
Hay muchos motivos para las fusiones: minimizar la competencia; reducir los costos al eliminar operaciones que se superponen; adquirir un producto o tecnología de mucha venta (que puede ofrecerse en plataformas de venta ya existentes); introducirse en nuevos mercados geográficos; o agrandarse. Algunas fusiones y adquisiciones tienen mucho sentido desde el punto de vista empresarial; otras, sugieren la edificación de imperios administrativos.
Pero hay un tema mayor que trasciende los acuerdos individuales. La popularidad de las fusiones y adquisiciones involucra, en realidad, una debilidad económica. Al no poder expandirse internamente —creando nuevos productos o introduciéndose en mercados nuevos— las empresas recurren a fusiones y adquisiciones para su crecimiento. Sin embargo, lo que funciona bien para las compañías podría no funcionar tan bien para la sociedad. Aunque comprar otra empresa puede realzar las innovaciones de la firma compradora, no aporta gran cosa a la sociedad. Y la capacidad de innovación de la sociedad es esencial. Genera la riqueza necesaria para elevar los ingresos y reducir conflictos sociales.
Ese factor es importante. Después de la Gran Recesión, los economistas redujeron sus pronósticos de crecimiento económico futuro. Incluso antes de la crisis financiera, se esperaba que por ser una sociedad que envejece, el crecimiento económico disminuyera. Hablando en términos relativos, habrá más jubilados y menos trabajadores. Pero las recientes reducciones en los pronósticos de crecimiento implican un panorama más atenuado para la innovación, tal como se la mide por la productividad de la mano de obra (producción de hora trabajada). Un crecimiento más débil de la productividad significa, a su vez, un crecimiento más débil de los salarios e ingresos.
Lamentablemente, el desempeño de la productividad desde la Gran Recesión fue desastroso. Entre 2009 y 2014, promedió un mero 0,9 por ciento anual, según la Oficina de Estadísticas Laborales. Eso representa menos de la mitad del crecimiento promedio del 2 por ciento, desde fines de la década de 1940, y un tercio de la tasa del 3 por ciento en las primeras dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Esas diferencias tienen enormes implicancias para salarios e ingresos. Con un 3 por ciento, los ingresos se duplican en unos 25 años; con un 2 por ciento, en unos 35 años; con un 1 por ciento, en alrededor de 70 años.
Es tentador echar la culpa de la ralentización de la productividad a la Gran Recesión, como reflejo de la disminución en las inversiones de las empresas y del desempleo en el largo plazo. Pero investigaciones realizadas por el economista John Fernald, de la Fed de San Francisco, hallan que la ralentización se inició antes de la crisis.
En verdad, la productividad ha desconcertado a los economistas durante mucho tiempo. El motivo es que la productividad, una idea aparentemente técnica, refleja en verdad un carácter esencial de la sociedad. Casi todo la afecta, incluyendo pero no limitándose a los siguientes factores: especialización de los operarios, administración, tecnología, políticas y regulaciones gubernamentales, ética laboral en las escuelas, actitudes públicas con respecto a correr riesgos y la riqueza. Con tantas cosas en juego, es fácil cometer errores.
Pero cualesquiera sean las fuentes de productividad, éstas operan primordialmente en el sector privado. Si las empresas son retrógradas, la productividad sufrirá. He aquí donde la percepción del público puede chocar con realidades molestas (pero invisibles). En nuestra percepción, la economía está llena de empresarios. La competencia es intensa. Las empresas antiguas se adaptan, o mueren. Quizás esté ocurriendo lo opuesto: Las pruebas sugieren que el espíritu empresarial está en declive y que las empresas norteamericanas están envejeciendo y son menos dinámicas.
En varios estudios, los economistas Robert Litan y Ian Hathaway, de la Brookings Institution, hallaron que las empresas nuevas (de menos de un año de antigüedad) disminuyeron y pasaron a representar de un 15 por ciento de todas las empresas en 1978, a un 8 por ciento, en 2011. Mientras tanto, las empresas viejas (de 16 o más años) saltaron de un 23 por ciento, en 1992, a un 34 por ciento en 2011. Su porción de puestos de trabajo era aún mayor, casi tres cuartos de todos los trabajadores.
Lo que emerge es un retrato de las empresas que, aunque marcadamente opuesto a la sabiduría popular, es coherente con el deficiente crecimiento de la productividad. El capitalismo norteamericano es de mediana edad. Las firmas más antiguas, condicionadas por el éxito, son más rígidas. Están dedicadas, financiera y psicológicamente, a mercados y patrones de producción ya existentes. Pueden adaptarse e innovar, pero es difícil. El aumento de las fusiones y adquisiciones es una manera en que las empresas antiguas se esfuerzan por superar el estancamiento interno.
Lo que es preocupante no es el éxito de empresas de mediana edad sino la debilidad de las empresas jóvenes y la evidente erosión del espíritu empresarial. Como lo demuestran otras investigaciones, las empresas incipientes representan una porción desproporcionadamente alta de la creación de puestos de trabajo nuevos y de la innovación. El vigor de esas empresas nuevas es esencial para que la economía se revitalice.
No sabemos cuál es la explicación de su descenso, aunque la mera masa de regulaciones gubernamentales es un candidato. Las firmas más antiguas tienen abogados y administradores para encarar el diluvio burocrático; muchas firmas nuevas pequeñas no los tienen. Pero eso es sólo una conjetura que ilumina la cuestión mayor. Si la economía discrimina contra las empresas jóvenes, todos pagaremos el precio por muchos años.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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