Flacas y con parásitos, extenuadas por éxodos más largos para reproducirse y con los ciclos migratorios alterados por el aumento de temperatura de la aguas: las ballenas, clave para el ecosistema marino, también sufren el impacto del calentamiento global.
“Se les ven los huesos, enfermas, con parásitos, y eso antes nunca lo veíamos”, dijo la bióloga ecuatoriana Cristina Castro, mientras observa el edén de estos mamíferos, los más grandes del mundo, frente a Puerto López, 295 km al suroeste de Quito.
A este punto del trópico, las ballenas llegan desde la Antártida para tener sus crías. Los rituales de apareamiento se repiten en otras zonas costeras de Latinoamérica, como en Cabo Blanco en Perú o Bahía Málaga en Colombia, y también en Puerto Pirámides, en el Atlántico argentino. En todos se nota el impacto del cambio climático. Con aguas más calientes, disminuyen las fuentes de alimentación, lo cual las hace menos propensas a reproducirse. La mayor temperatura del océano también las confunde, modificando la duración y alcance de sus migraciones.
“Al afectarse la alimentación de las ballenas en la zona antártica, están cambiando sus ciclos de migración. Antes aquí llegaban en julio y ya se las observa en mayo”, señala Castro, quien desde hace 18 años estudia las ballenas jorobadas (Megaptera novaeangliae). Además, ya no llegan solamente hasta la línea ecuatorial como antes, sino que avanzan incluso hasta Costa Rica, explica la experta, que estima entre 8.000 y 10.000 la población de jorobadas en las áreas de reproducción en el Pacífico.
Castro, directora de investigación de la ONG estadounidense Pacific Whale Foundation (PWF) en Ecuador, menciona también cambios en el Atlántico. “Hemos detectado migraciones de más de 10.000 km al pasar de la península Antártica hacia áreas de alimentación de Brasil y posiblemente de África”.
Menos kril, menos ballenatos
La acidificación de los océanos por el aumento de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera también afecta a las ballenas, porque reduce el plancton con que se nutren. “Las hembras dan a luz sólo cuando las condiciones para alimentar a sus crías son favorables”, señala el científico estadounidense Roger Payne, que ha dedicado 45 años a observar a estos animales en la Patagonia argentina.
“Nada es tan importante como la amenaza que plantea ese efecto”, alerta este zoólogo, famoso por descubrir el canto de las ballenas jorobadas.
Desde Península de Valdés, donde trabaja con Payne, el argentino Mariano Sironi afirma que “todo está encadenado”: cuando en la Antártida falta kril, el crustáceo fundamental en la dieta de las ballenas, el apareamiento baja en los santuarios de cetáceos a miles de kilómetros de distancia. “Cuando hay menos kril registramos un número menor de crías, o a veces también es posible que afecte el nivel de supervivencia de las crías nacidas”, explica este especialista en la especie franca austral (Eubalaena australis).
Las ballenas deben ingerir varias toneladas de kril al día para ganar peso con miras a sus travesías y tener las reservas suficientes para gestar.
“Una madre mal alimentada genera una leche de peor calidad y esto también se traduce en un ballenato peor alimentado”, anota a su vez Florencia Vilches, coordinadora del Programa de Adopción de Ballena Franca Austral en Península Valdés.
El Niño, amenaza creciente
Las ballenas y sus crías retozan en Puerto López, en un asombroso espectáculo convertido en atracción turística en el que los riesgos que supone El Niño, un fenómeno meteorológico agravado por el calentamiento global, parecen lejanos. Sin embargo, según los expertos, es muy probable que se repliquen en las ballenas los “devastadores” efectos dejados por El Niño en las especies marinas de las Islas Galápagos, ubicadas a 1.000 km de la costa de Ecuador.
El Niño, resultante de la interacción entre el océano y la atmósfera en las zonas oriental y central del Pacífico ecuatorial, ya provocó la desaparición del 90% de las iguanas marinas, del 50% de los lobos marinos, del 75% de los pingüinos y de casi todas las crías menores de tres años de las focas de Galápagos.
“Desafortunadamente se espera que los efectos globales del cambio climático reflejen en gran medida los causados por El Niño” con sus eventos de 1982-83 y 1997-98, dos de los tres más fuertes desde 1950, advirtió en un reciente informe el Parque Nacional Galápagos.
Ese parque protegido cuenta con una reserva marina de 138.000 km2 en la que se avistan ballenas jorobadas, orcas (Orcinus orca), ballenas piloto (Globicephala), de Bryde (Balaenoptera brydei) y azules (Balaenoptera musculus).
La población de estas últimas, sin embargo, genera preocupación. “No muestra signos de aumento”, dice a la AFP la presidente del Centro de Conservación Cetácea de Chile, Bárbara Galletti, tras 15 años de monitoreo de ese mamífero.
A salvar las heces
El cambio climático golpea en particular a las ballenas, que paradójicamente parecen tener la llave para detenerlo, ya que sus heces colaboran con el crecimiento de la mayoría de las plantas que absorben CO2.
Las grandes cantidades de hierro que contienen los excrementos de las ballenas impulsan el crecimiento de algas microscópicas, fundamentales para el equilibrio del ecosistema marino. “Ese aspecto mantiene el resto del océano vivo”, indica Payne, al explicar cómo las ballenas buscan el alimento en las profundidades del mar, pero comen y defecan en la superficie, permitiendo la circulación de nutrientes. AFP
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