Por: Pascual Gaviria Uribe
En 1930 la Unión Soviética levantó su ira y cubrió de polvo los campos de Ucrania. Había comenzado la colectivización y los Planes estatales con mayúsculas, el sueño de la “comuna mundial”, ponía toda la fe en la tierra y el trabajo de sus vecinos. Someterlos y convertirlos era la consigna. Las tierras eran fértiles y los campesinos ucranianos eran diestros y laboriosos. Pero cargaban un pecado en sus cabezas y en sus bolsillos: “…el espíritu de la propiedad privada era más fuerte que en la U.R.S.S”.
La historia de ese tiempo la cuenta Vasili Grossman, escritor y periodista ruso que describió con celo y brillo los peores exterminios del siglo XX, en un libro llamado Todo fluye. Un capítulo está dedicado a la aniquilación por hambre de miles de campesinos ucranianos y sus familias. Bajo la mirada de los rusos ellos habían dejado de ser humanos, habían defraudado las exigencias de la burocracia soviética, eran unos holgazanes y unos traidores a la causa de los obreros y los campesinos.
Las cuentas del Estado habían fallado, el soviet rural multiplicaba los rendimientos en sus hojas arrugadas, el soviet del distrito en sus hojas a rayas, el soviet regional en sus hojas con el membrete oficial y Moscú no encontraba el grano necesario. Los Ucranianos, los kulaks –campesinos propietarios de la tierra- estaban escondiendo la producción: “Se dio la orden de requisar todo el fondo de semillas. Buscaban por todas partes el grano, como si no se tratase de trigo sino de bombas o ametralladoras”.
No era una guerra, era un Plan, una purga para asegurar las cuotas fijadas, la producción necesaria. Lo carros llevaban el grano recuperado, “y una extensa polvareda se levantaba alrededor, todo estaba cubierto por una espesa niebla: el pueblo, el campo y, de noche, la luna.”
Es seguro que hay ucranianos que recuerdan hoy ese polvo bajo el humo de la guerra que pronto cumplirá un año. Ahora Putin, con su impronta soviética, con la misma obsesión persecutoria y policial de Stalin, busca sacar el nazismo de Ucrania, ha encontrado una nueva tara, y quiere dar amparo al alma rusa que ha sido secuestrada tras las fronteras de un país que merece la tutela del “imperio”.
Grossman se pregunta por un espíritu, un principio de la patria rusa que llevó a ese asesinato colectivo, y se responde mencionando “la esclavitud rusa tradicional, nacional, milenaria… Los rasgos de la servidumbre que ignoraba la piedad hacia los seres humanos”. Y cuando menciona el papel de Stalin habla sus peores rasgos: su grosería, su carácter rencoroso y vengativo, su postura y sus pensamientos policiales, un hombre que era sobre todo un gendarme.
Más de siete millones de ucranianos han huido de su país y al menos siete mil civiles (según cifras de Naciones Unidas) han muerto a manos de las fuerzas rusas que comanda Putin. En marzo y abril del año pasado vimos las imágenes de esos carros y esas caminadas que no levantaron polvo bajo el humo y el fuego.
La novela de Grossman nos hace ver ese éxodo con otros ojos, con un lente más crudo y opaco por el tiempo, con la certeza que muchas veces nos dejan los hechos que han machacado algunas décadas.
“…los campesinos sigue llegando a Kiev: se arrastran por prados, tierras vírgenes, pantanos y bosques para evitar los controles en las carreteras. No pueden poner puertas al campo. Ahora ya no pueden caminar, únicamente pueden arrastrarse… Niños, hombres, chicas; ni siquiera parecen seres humanos, se diría que son una especie de gatos o perros repulsivos, a cuatro patas”.
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