Por: Andrés Quintero Olmos.
En el seno de la sociedad colombiana siempre han existido separaciones infranqueables entre las clases sociales. Hoy, estas cortinas de hierro son más sutiles que antes pero allí siguen coleando.
Ascender en la escala social hace pocas décadas era misión imposible y mantenerse arriba era espinoso. Lo esencial para ser de clase alta era escoger bien el lugar de residencia, casarse bien y, sobre todo, nacer con piel pálida de manera que quedará marcada la separación con el resto de la población. Paralelamente a esto, era importante manifestar etiqueta heredada con toques de sangre azul e implementar a diario los códigos morales predeterminados (la religión católica, el machismo, etc.) y manejar por lo mínimo una cultura de occidente básica y suficiente para poder reconocer los matices de cultura entre las diferentes naciones europeas. La ilustración perfecta de esto es que muchos se presentaban (hoy todavía ocurre) con sus dos apellidos para instaurar claramente su proveniencia.
En contradicción a lo que sucede hoy, el dinero antes no tenía tanta importancia. Esto lo pudieron comprobar judíos y árabes, que migraron mayoritariamente en el siglo XX a estas tierras inhóspitas, que por mucho que se enriquecieran no eran aceptados en los círculos exclusivos de la “gente de bien”. Siendo ésta la manera cómo se denominan entre ellos los que hacen parte de la parte superior de la pirámide social, dándonos a suponer que el resto es “gente mala”.
Los colombianos somos expertos en detectar las proveniencias sociales y nos encanta recordarlas cada tanto: por el aspecto físico, los manierismos y, especialmente, a partir del acento. En los países, digamos más “normales”, los acentos varían según las regiones, aquí en nuestra tierra también cambian según el estrato social.
Los extranjeros rara vez se dan cuenta de cómo funciona este chocante sistema de clases, este clasicismo en su estado puro, porque el trato para ellos –únicamente para ellos- es amable y familiar y no son tomados en cuenta para el procesamiento automático de estratificación.
Hoy, y desde ya varias décadas, todos estos códigos de rangos sociales cayeron en abismo cuando nuestra querida patria se deshizo de sus jerarquías colonialistas y destapó su verdadero rostro: el de la cultura del narcotráfico, el de la plata fácil, del materialismo y de las apariencias bancarias más que de las culturales. Ya, en estos momentos, la “gente de bien” es la que tiene dinero, independientemente de la fingida cultura. A través del poder económico surgieron estas nuevas estratificaciones de personas; muchas adineradas por haber colindado con las actividades ilegales que ofrecía el mercado nacional y por la tolerancia de un Estado débil y mediocre que no supo incorporar en su población unos objetivos de vida distintos al de multiplicar el dinero en pro del capitalismo salvaje.
No sabemos qué modelo es peor, si el anterior o el actual, pero sí se destaca que ninguno de los dos funciona porque socavan la igualdad de oportunidades.
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