Por: Andres Quintero Olmos.
Hay artistas que nos hacen descubrir un mundo en donde el amarillo y el azul se mezclan con lo gris de la vida, un poco como si la tristeza de la escasez se tornara en una rica y colorativa alegría que nos inundara de optimismo. Este es el arte de Rosario Heins, una artista caribeña, barranquillera pintoresca por devoción, y de fácil sonrisa, que mezcla nuestras playas humanas con el infinito panorama de la imaginación pop y el consumismo colombiano.
Hace pocos días fui a la inauguración de su exposición “Ambulantes”, auspiciada por el Centro Cultural Gabriel García Márquez en Bogotá y el Fondo de Cultura Económica. En esta exhibición, Rosario nos lleva hacia la cruda realidad de nuestro país, combinando tonos de informalidad y cultura urbana: luz picante, calor húmedo, mar de horizonte, gritería de ambulantes y criollas delicias.
Hay una pintura que me obsesionó. No sé si era por el tequila que me brindaron durante la visita, pero no pude evitar divagar frente esta obra intitulada Vendedor de flotadores con balón de Barcelona. En ella se puede ver a un hombre portando tantos flotadores y balones plásticos que sólo se logran entrever sus zapatos y su cachucha. Me imaginé el peso de todo ese aparataje durante todo un día de canícula labor.
Me imaginé también a este hombre desenredando todos los hilos de los globos para mostrarles, uno por uno, a sus clientes toda la gama de artículos. Pero ese no fue la única pintura que me dominó la mente. Existe también un impresionante dibujo, llamado Alquiladores de sillas II, en el cual un hombre lleva, de un lado para el otro, unas sillas rimax con el fin de organizarlas ante una lejana sombrilla que espera ya sus próximos usuarios.
Los personajes de Rosario así son: subsisten en la más aguda informalidad y perviven en el eterno rebusque. Son sobrevivientes de esa Colombia excluyente que golpea injustamente a la triste mayoría de la sociedad desde los primeros suspiros de su existencia. Pero, a pesar de esto, muestran coraje y un admirable grado de brillo. Son personas generosas, extremadamente desprendidas y constantemente gozosas.
Rosario no los pinta; los relata con precisión desde los movimientos parsimoniosos de la marea, desde la belleza del tono sensible y desde el sol ardiente y el turismo de masa. Como si fuera el comercio popular playero, una historia bien contada por Rosario. El que trae sombreros, paletas titiladoras y salvavidas fluorescentes ante los ávidos clientes del litoral que sólo piensan en bañar sus pies en la espuma de las olas y consumir mientras deambulan.
El arte de Rosario llena el corazón de color y esperanza. Es una terapia contra el malgenio en estos tiempos donde no se puede ni plebiscitar el humor. Pero es a la vez una tintura de las realidades colombianas, una mezcolanza de objetos y humanos en medio de una sustancia dura pero chispeante que nos decora el tiempo.
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