Por: Andrés Quintero Olmos.
Son las cinco y media de la mañana, un hombre caribeño levantado oye, por su oído derecho, el murmullo de la radio prendida y, por su oído izquierdo, el ruido del fuerte goteo de su ducha.
Se prepara para una jornada más de trabajo. Se cepilla los dientes, se peina, se engomina y baja corriendo a desayunar Cayeye con queso rallado. Alrededor de la mesa están sus hijas alborotadas que gritan por plata y autorizaciones de salida con chicos. El hombre estoico se acaba el melón en su plato, bosteza y suspira con fortaleza, pasando su mano por su alopecia de cuarentón, y piensa ya en la labor que lo espera en la finca.
Se despide rápido de su esposa que lo abraza y besa con timidez. Se sube a su camioneta, con ímpetu enciende el vehículo, acelera a toda velocidad, revolucionando en alto el motor todavía frío, para, poco después, frenar con agresividad ante el semáforo en rojo que siempre lo espera a cien metros de su casa. Se torna en verde, vuelve a apretar el cilindraje y el aire acondicionado ya enfriado lo hace arribar a su primer destino: al peaje del puente donde los vendedores ambulantes le ofrecen el periódico del día acompañado de unos diabolines quemados de tanto sol y escape. Todo pinta bien.
Son las ocho y media y llega al portón de la finca. Comienza a lloviznar por los alrededores de Aracataca. El ambiente está pesado y las compuertas también. Todo está encharcado y las botas de lujo que lleva puestas se embarran a pesar de haber sido compradas en Milán.
Engancha hacia los potreros donde estaciona su carro en medio de sombras, dejando a lo lejos la comodidad del termostato de la cabina. Las leves brisas amanecen, las nubes se escurren y el sol picante aparece finalmente detrás de la sierra. Los trabajadores chillan para apartar el ganado que peregrina con parsimonia.
El sendero se hace pantanoso y el alto pasto no deja ver por dónde pisan los pies. Entre dos marchas bien entonadas, siente un violento golpe de dolor en su pantorrilla derecha que lo amarra y lo sacude hacia el piso. Salta un metro del susto, se revisa por un milisegundo el lugar de donde viene el dolor y hace, por accidente, contacto visual con un caimán que lo mordisquea con terrorismo. Grita, pita de sufrimiento, ve desfilar ante sus ojos a sus hijas, a su esposa y hasta a su futuro yerno. Rápidamente vuelve al combate, zarandea su pierna y apuñetea fuertemente al reptil. Tras pocos segundos de infinita lentitud, la dentadura afloja y el aligátor escapa haciéndose camino al andar. Los trabajadores de la finca, armados de machetes, corren detrás del animal hasta perderlo de vista.
Ya pasaron varios días, nuestro héroe caimaneado mira atentamente sus puntos cosidos en un cuarto de hospital. No lo puede creer. Su herida es aparente y viste de colmillos y sangre seca, pero la muestra como si fuera un trofeo de guerra. En el recreo, sus hijas ya hablan de su papá como un cazador de cocodrilos y los chicos se asustan, su esposa ahora lo abraza más fuerte que nunca y la vida se hace, de repente, más amena. Lo que hace una buena mordida.
*Hechos tomados de la realidad
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