Por: Pascual Gaviria Uribe.
Hace algo más de 100 años el cartel estaba exhibido en las cornisas de los edificios en Reno, Nevada, y en los titulares de los grandes periódicos norteamericanos: “El Combate del Siglo”. Una pelea postergada durante cinco años y anunciada en doce meses de megáfonos, afiches y tablas en las casas de apuestas. Se enfrentaban dos hombres y dos razas, estaba en juego la “supremacía y el honor” de los blancos.
James J. Jeffries, antiguo campeón de los pesos pesados, era el retador frente a Jakc Johnson, que había ganado el título un año antes peleando en Sidney. Un blanco huraño que cuidaba su granja de alfalfa versus un negro juerguista y risueño que andaba con una guardia de chicas blancas. La revista Harper’s weekly describía con acierto la pelea del siglo y las de siglo por venir: “Ya no se conoce a los héroes del cuadrilátero como ‘El rayo humano’ o ‘El ciclón luchador’. En vez de eso se refieren a Jeffries como ‘esperanza de la raza blanca’ y a Johnson como Él libertador de los negros’. Cuando los pugilistas, sea cual sea su talla o capacidad, son presentados al público de ese modo solo queda un paso hasta los ‘Luchadores multimillonarios’”.
Jack London, escritor estadounidense, autor de El llamado de la selva, fue uno de los cientos de cientos de cronistas que viajaron a Reno para comentar la pelea. En la semana previa al campanazo inicial sus crónicas en el New York Herald se dedicaron a describir el ambiente plagado de celebridades, aficionados y apostadores que cercaban la ciudad. “Es el combate de combates, el culmen del boxeo y quizá la última pelea grande que tendrá lugar jamás”. Jeffries se había negado a pelear con un negro durante su reinado, defendía la “barrera de color” que separaba a los hombres hasta para juntar sus puños y su sangre en el ring.
Cuando Johnson estaba a una pelea del título mundial los periodistas le preguntaron a Jeffries por una posible pelea y el hombre, que de vez en cuando trabajaba en una especie de circo ambulante, dejó caer una razón clara: “si ese renegrido pasa por aquí y me desafía a luchar, lo cogeré del cuello y lo echaré a patadas”. Terminó peleando acorralado por la presión del público, las promesas de los empresarios y el orgullo de ser un hombre blanco y poderoso. Los negros eran solo fuerza bruta, y él se sentía una especie de pensador, un filósofo con músculos suficientes para pasar a la acción.
Luego de 15 asaltos, tres caídas, el labio roto, un hilillo de sangre que salía de la nariz, un corte en el pómulo izquierdo y el ojo izquierdo de Jeffries cerrado por el castigo, la pelea terminó. La mayoría de los 20.000 aficionados gritaban: “Que no lo noquee el negro, que no lo noquee el negro”. Fue inevitable, Johnson ganó sonriendo como de costumbre.
El triunfo de Johnson desató disturbios de modo que el 4 de julio de 1910 se celebró con incendios, decenas de muertos y cientos de heridos. Los ecos de Reno prendían guerras raciales en las ciudades del sur. Baltimore marcaba desde entonces una especie de frontera. Desde sus límites hacia el sur el espectáculo encontró todas las barreras que imponían los políticos, los cristianos y los policías. Los empresarios del cinematógrafo habían invertido 200.000 dólares para grabar la pelea y pretendían recoger más de un millón en sus proyecciones por todo el país.
Sin que existieran leyes alcaldes y gobernadores decidieron prohibir la reproducción del combate. Nueve estados y más de cuarenta ciudades firmaron decretos para evitar que “la humillación de la raza blanca” fuera un espectáculo. Las objeciones de los moralistas y el pánico de los racistas impidieron que la pelea se viera contra los telones de los cines. Baltimore exhibió las más fuertes declaraciones de su jefe de policía y su obispo.
Ahora el boxeo es cosa de las revistas del corazón y la venta de carros y relojes. Pero las peleas siguen entre blancos armados y negros enardecidos en las calles de Baltimore.
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