El poder de la Ley de de Moore

Por: Robert J. Samuelson. 

WASHINGTON – Hace cincuenta años, a mediados de abril de 1965, la revista Electronics publicó un artículo de un oscuro científico que realizaba una predicción aparentemente ridícula: El número de componentes electrónicos (transistores, resistencias, capacitores) que podrían incluirse en circuitos integrados —lo que ahora llamamos chips de computadoras— se duplicaría todos los años durante una década. El autor era Gordon Moore, y su predicción, más tarde modificada ligeramente, se conoce como la Ley de Moore. Hemos vivido sus consecuencias desde entonces.

La Ley de Moore es una silenciosa refutación a los que creen que controlamos nuestro destino. La realidad histórica es que las revoluciones tecnológicas, comerciales e intelectuales —a menudo no previstas— lanzan fuerzas en movimiento que crean nuevas oportunidades y amenazas. Luchamos por dominar lo que no anticipamos y, a menudo, no comprendemos. La explosión del poder de computación que Moore imaginó es una de esas transformaciones espontáneas que definen y dominan nuestra época.

Cuando apareció el artículo de Moore, había pasado menos de una década desde de la invención del circuito integrado, a fines de los años 50, creado más o menos simultáneamente por Jack Kilby, de Texas Instruments, y Robert Noyce, colega de Moore en Fairchild Semiconductor, una empresa recién creada. En 1965, Fairchild estaba preparándose para entregar chips que contenían 64 componentes separados. La predicción de Moore de la duplicación todos los años significaba que para 1975, el número llegaría a 65.000.

La cifra era asombrosa. También suponía que los circuitos integrados desempeñarían un papel fundamental en las innovaciones electrónicas. Esa “afirmación parece evidente hoy en día, pero en aquel momento era controvertida,” escribe Chris Mack en la revista IEEE Spectrum (el IEEE se llamaba, en una época, Institute of Electrical and Electronics Engineers). Los costos eran altos, y “mucha gente dudaba de que el circuito integrado cumpliría alguna vez un papel mayor que el de nicho.”

El objetivo del artículo de Moore era refutar ese escepticismo. Su pronóstico no se basaba en investigaciones pioneras. Solamente extendía avances ya existentes en la tecnología de fabricación de chips.

“Cuando escribí el artículo,” dijo a IEEE Spectrum en una entrevista, “pensé que sólo estaba manifestando una tendencia local.” El número de componentes por chip se ha duplicado anualmente, “y sólo hice una conjetura al azar.” De hecho, la conjetura era levemente optimista. En 1975, Intel —la ahora famosa empresa que Moore y Noyce fundaran— estaba creando chips con 32.000 componentes, informa Mack.

Para decirlo de otra manera: la ley de Moore no es una verdad científica en el sentido de que un número determinado de condiciones produce siempre el mismo resultado. Más bien, es una relación aproximada e incierta basada en la simple observación. En un artículo posterior, Moore modificó su pronóstico de la duplicación de cada año a cada dos años.

Pero sucedió algo importante y peculiar, según muchos observadores. La fe en la Ley de Moore acarreó su propio cumplimiento. Inspiró avances en miniaturización y diseño que continuaron multiplicando el poder de computación de los chips. Las empresas y los funcionarios “vieron los beneficios de la Ley de Moore e hicieron lo posible para continuar su cumplimiento o si no, arriesgar quedar a la zaga de la competencia,” escribe Mack.

La explosión resultante en el poder de computación es casi inconmensurable. Un chip, hoy en día, puede contener 10.000 millones de transistores. En 2014, la producción global de chips equivalió a la producción de 8 billones de transistores por segundo, según Dan Hutcheson de VLSI Research. Los precios se han derrumbado. Un transistor vale ahora un mil millonésimo de penique. Hasta Moore quedó sorprendido por la durabilidad de la Ley de Moore. Ingenieros y científicos desafiaron repetidamente obstáculos técnicos para expandir la capacidad de los chips.

Por supuesto, las implicancias económicas, sociales y políticas son enormes. Las tecnologías de la información y de la comunicación, lideradas por Internet, están impulsando un cambio generalizado. El economista Timothy Taylor resumió la semana pasada en su blog “Conversable Economist”, el impacto de la Ley de Moore:

Muchos otros cambios tecnológicos —como los teléfonos inteligentes, las tecnologías de imágenes para la medicina, la decodificación del genoma humano, o varios inventos de nanotecnología— son sólo posibles sobre la base de un alto volumen de poder de computación barato. La tecnología de la información es parte de lo que ha agrandado el sector financiero, pues las tecnologías se han utilizado para manejar (y manejar equivocadamente) los riesgos y rendimientos en forma que no se había soñado antes. Las tendencias hacia la globalización y la tercerización recibieron un gran empuje porque la tecnología de la información facilitó esas prácticas.”

Ésa es sólo la mitad de la historia. A las virtudes de la Ley de Moore hay que agregar los vicios, cada vez más visibles: el ascenso de la criminalidad cibernética (su tarjeta de crédito puede ser robada electrónicamente); la amenaza de la guerra cibernética (grupos proscriptos y otras naciones pueden piratear redes financieras y de infraestructura esenciales); y la invasión de la privacidad. Hay más. Como señala Taylor, las tecnologías de la información contribuyeron a la desigualdad económica al destruir puestos de trabajo de ingresos medios.

Un día la multiplicación del poder de computación se ralentizará o se detendrá, pero es difícil decir cuáles serán las consecuencias. Ésa es la cuestión. La historia no es especialmente predecible ni maleable. La Ley de Moore es una parábola de sus aspectos desconcertantes.


© 2015, The Washington Post Writers Group


 

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