Una Histórica Navidad

“En la Navidad de 1532 después de arribar a Santa Marta, el portugués Jerónimo de Melo acompañado por un grupo de hombres, enrumbó su bergantín hacía las bocas del río grande de la Magdalena.

Desembocadura que había descubierto treinta y un años antes Rodrigo de Bastidas en su primer viaje por tierras americanas y que permanecía infranqueable ante las desafortunadas tentativas de intrépidos aventureros.

El peligro de una barra de arena, el fuerte oleaje color ceniza y las caprichosas corrientes que se dan cita en ese lugar; eran solo el comienzo de las duras pruebas que pondría este salvaje y misterioso río a todos los que osaran remontarlo en busca de tesoros y leyendas.

Era época de brisa cuando el viento sopla con mayor intensidad y en variadas direcciones. El embate de las olas y el crujir de la madera daban muestra de la lucha entre el hombre y la naturaleza, ese agitado mar Caribe que enfurecido y receloso desafiaba el coraje del navegante y la fortaleza de su navío. Un velero de dos palos que envistiendo las azules aguas avanzaba presuroso a realizar su cometido.

Solitaria y frágil en su intento, con bandera ondeando en su trinquete, la pequeña embarcación era seguida por un grupo de curiosas nubes decembrinas; deseando presenciar lo nunca antes visto o simplemente llevarse en su camino, el testimonio de su mala suerte.

Al aproximarse al sitio donde las fuerzas del río chocan las del mar y al sentir el impacto de la fuerte marejada, el timonel Rodrigo Liaño poseído por el miedo se rehusó a continuar. Melo provisto de un espíritu resuelto amenazó con ajusticiarlo y rápidamente forzó la entrada con un acto de valerosa decisión.

Sería ese un momento de histórica importancia si encontraba un paso por donde en el futuro entrase la civilización a estos territorios. Pero si por el contrario la suerte no lo acompañaba, en su fallido intento arrastraría a sus angustiados compañeros a una muerte segura.

Desde la cubierta se podían ver los restos de varios naufragios que yacían sepultados en la profundidad; pedazos de madera, mástiles y cañones ya vencidos, eran rodeados por oscuras siluetas que danzaban en forma siniestra a la espera de otro desenlace fatal.

Pensamientos llenos de ansiedad y duda revoloteaban en sus mentes. ¿Era ese el final de tan largo viaje? ¿Terminarían allí sus vidas? Como saberlo. Todos miraban fijamente al río deseando que articulase una clara respuesta.

En medio del tumulto de las olas y encomendados al cielo pues eran hombres de buena fe; solo se escuchaba el murmullo sereno de la tripulación, como invocando en silencio un fácil regreso a su patria lejana.

Algunas veces se elevaban por los aires disfrutando sorprendidos de un instante victorioso; muchas otras en cambio, casi sumergidos, se veían atrapados para siempre en las fauces de este insólito adversario.

Según un cronista de la época Melo guió a su gente con recato, ni muy fuera de la corriente ni muy pegado a la orilla. Siguiendo el instinto que da el deseo de vivir.

Sorteando los remolinos que rodeaban la pequeña embarcación con la ayuda de palancas y de remos; y maniobrando entre los troncos y tarullas que flotando salían a su encuentro.

Una vez montados en el lomo del caudaloso río, cansados, con el sol sobre sus rostros, pero fortalecidos en su valor por tan arriesgado trance; fueron recibidos por el bullicio de las aves, el salpicar del agua dulce y una suave brisa que bajaba mansa como un arrullo de aire fresco. Un panorama diferente y nuevo se presentaba ante sus ojos. Habían entrado al Karipuaña como lo llamaban los indígenas que habitaban esa región.

Acercándose a la margen derecha para examinar mejor el paisaje los visitantes debieron observar un tramo de terreno inclinado que descendía hacia las barrancas y playones arenosos dejados por el río en tiempos de verano. Con una vegetación típica de nuestro trópico bravío y con sus orillas cubiertas en trechos por orgullosos y beligerantes indios Caribes; dignos exponentes de una raza milenaria que en clara posesión de sus dominios esgrimían sus armas ante la incursión de los intrusos. Estos manteniéndose a distancia, evitaron esos parajes que parecían tan poblados y tan hostiles prosiguiendo río arriba su temerario viaje.

Fue esa la primera imagen de la zona donde siglos más tarde se levantaría la ciudad de Barranquilla. Resultado de la temprana ocupación de los nativos y del empuje de muchos otros pioneros que vendrían con el paso de los años a este sitio privilegiado en busca de trabajo y de progreso.

He querido a manera de prólogo para este libro, recrear el pasaje de Melo como una muestra de reconocimiento a la firme y recia voluntad de nuestras gentes; y deseando evitar con este breve relato, que tan importante episodio de valor humano se pierda en el olvido.”


 

 

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