Una década de esfuerzos para combatir la violencia sexual en los conflictos: ¿Cuál es nuestra situación hoy?

Por: Pablo Castillo Díaz.

Especialista en Políticas del equipo de ONU Mujeres.

El año pasado se firmó en Colombia un acuerdo de paz tras 52 años de conflicto.

Este hito debe mucho a mujeres como la periodista Jineth Bedoya, quien en 2009 rompió el silencio y dio a conocer su historia de agresión sexual; con este gesto, inició una valiente campaña en nombre de las miles de mujeres y niñas violadas por miembros de todas las partes involucradas en la guerra civil que azotó al país.

La valentía de Jineth sumó ímpetu a un movimiento global que estaba empezando a levantar la voz.


Jineth Bedoya (C), periodista colombiana, junto a Michelle Obama y Hillary Clinton. Foto: Departamento de Estado, USA, Public Domain.


Hace 10 años, las Naciones Unidas lanzaron su primera campaña mundial de la historia contra la violencia sexual en las situaciones de conflicto. En la década transcurrida desde entonces, la violencia sexual en los conflictos fue objeto de una serie de resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, llamados a la acción, compromisos nacionales y mandatos de las misiones de mantenimiento de la paz.

El financiamiento destinado a la investigación, la promoción y los programas ha aumentado considerablemente, y los nuevos programas están llegando cada año a cientos de miles de sobrevivientes. Hoy, se ha formado un grupo de abogadas, abogados, investigadoras e investigadores especializados que está tramitando estos casos. Las y los periodistas cubren estas atrocidades con una regularidad sin precedentes.

En los últimos años, ha habido muchos casos que históricamente han sido los primeros en la jurisprudencia internacional en materia de la violencia sexual en situaciones de conflicto; asimismo, ha habido avances inéditos en el otorgamiento de reparaciones a sobrevivientes de violencia sexual. En 2009, el Tribunal Especial de Sierra Leona dictó la primera condena en la historia en un tribunal internacional por crímenes de lesa humanidad en un caso de esclavitud sexual y matrimonio forzoso. El año pasado, en el caso de Sepur Zarco, Guatemala se convirtió en el primer país en que un tribunal nacional dictó una condena por esclavitud sexual durante un conflicto armado.

La Corte Penal Internacional dictó su primera condena por delitos sexuales y de género en 2016, contra Jean Pierre Bemba, por atrocidades cometidas en la República Centroafricana. Hace apenas unos meses, en otro caso contra un caudillo congoleño, la Corte Penal Internacional dictaminó que el derecho humanitario internacional prohíbe la violación y la esclavitud sexual ejercidos contra los soldados propios, no sólo contra los civiles o los soldados enemigos.

En mi trabajo, a lo largo de los años, he visto también un sinnúmero de debates sobre si las resoluciones del Consejo de Seguridad son las herramientas apropiadas, o si las personalidades famosas son los promotores adecuados; si el centrarse en la violencia sexual en conflicto favorece un sesgo frente a las mujeres y las niñas como víctimas, en lugar de resaltar su potencial transformador como agentes; o si el énfasis en la violencia sexual relacionada con los conflictos conduce a menoscabar otras formas de violencia contra las mujeres y las niñas, más difundidas.

A algunos les preocupa también que se gastan muchos recursos en promoción y coordinación a nivel global, y no tantos a los servicios concretos para las personas sobre el terreno. También en el ámbito académico, se desalienta a las alumnas y los alumnos de sumarse al número de investigadoras e investigadores sobre este tema, que crece rápidamente, ya sea a raíz de una preocupación por la saturación, o de una motivación o un enfoque inapropiados. He participado en debates sobre si nuestra respuesta presta demasiada o demasiado poca atención a los datos; si nos enfocamos demasiado o demasiado poco en los responsables o en las víctimas; o si hacemos participar demasiado o demasiado poco a los hombres como agentes responsables de la seguridad, líderes políticos o religiosos, o como víctimas.

Es importante debatir sobre todos estos temas, pero en todos los casos debemos partir del mismo punto: la violencia sexual en situaciones de conflicto sigue siendo generalizada, y la respuesta de los gobiernos y la comunidad internacional abarca una gama que va de lo insuficiente e inapropiado, en algunos casos, a la negligencia escandalosa y cómplice, en otros.

En 2009, como mínimo 109 mujeres y niñas sufrieron una violación o una agresión sexual por parte de agentes responsables de la seguridad durante la represión ejercida en una protesta en favor de la democracia en Conakry. En 2010, en sólo tres días, los rebeldes violaron a  casi 400 civiles en Walikale, Kivu del Norte, al este de la República Democrática del Congo. Hasta la fecha, nadie llevó esta atrocidad ante un tribunal, ni nacional ni internacional. Las casi 300 casi 300 niñas de Chibok raptadas en 2014 fueron sólo el caso más conocido entre los miles de mujeres y niñas nigerianas que sufrieron un destino similar.

Las miles de yazidíes esclavizadas por el Estado Islámico del Iraq y el Levante (EILL) son apenas una fracción de las muchas mujeres y niñas que han sido víctimas de trata, vendidas o violadas, como componente central de la ideología de ese grupo armado y estrategia económica en Iraq y Siria. Hace pocos meses, las Naciones Unidas denunció que la violencia sexual ha alcanzado “proporciones épicas” en la guerra civil que azota Sudán del Sur.

Desde 2009, en sus informes anuales ante el Consejo de Seguridad, el Secretario General de las Naciones Unidas ha incluido información sobre la violencia sexual en situaciones de conflicto en 27 países. La impunidad es generalizada, los servicios siguen siendo demasiado escasos, y nuestras respuestas de paz y seguridad siguen dominadas por los hombres.

Cuando las negociaciones de paz están principalmente en manos de hombres, es menos probable que la justicia, la atención y las reparaciones para las sobrevivientes se incluyan en los acuerdos de paz. Cuando el 97 por ciento de nuestros cascos azules son hombres, es menos probable que las fuerzas de mantenimiento de la paz puedan ofrecer protección adecuada a las mujeres y las niñas.

Cuando el 80 por ciento del funcionariado electo son hombres, es menos probable que nuestros gobiernos inviertan sustancialmente en las necesidades de las sobrevivientes en materia de salud física y psicosocial, medios de vida y justicia.  Las organizaciones de mujeres suelen estar en la primera línea de respuesta o ser incluso las únicas que responden, pero tienen acceso a un lastimoso volumen de fondos de la comunidad internacional.

En la última década ha habido muchos avances —y no sólo sobre papel—, pero nos aguarda una enorme tarea. Ahora que la violencia sexual en situaciones de conflicto ya no se silencia ni se oculta, no debemos acostumbrarnos jamás a oír estas historias desgarradoras o a aceptarlas como normales e inevitables; tenemos que lograr que todos, incluso cada uno de nosotros, seamos responsables de trasladar a la acción nuestras palabras y nuestra indignación.


Pablo Castillo Díaz, Especialista en Políticas del equipo de ONU Mujeres, se centra en los esfuerzos por prevenir y dar una respuesta a la violencia sexual y de género en las situaciones de conflicto o posconflicto y en contextos de emergencia. También trabaja para transversalizar la igualdad de género en las operaciones de mantenimiento de la paz y se ocupa de la interacción con el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en cuestiones relacionadas con las mujeres, la paz y la seguridad. Antes de incorporarse en 2009 a las Naciones Unidas, fue profesor de política internacional en varias universidades de los Estados Unidos, como las de Rutgers, Fordham, Queens y Lehman.


Nota publicada en ONU Mujeres, reproducida en PCNPost con autorización


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SOURCE: ONU Mujeres

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