La historia de Xiomara Muñoz

Por: Samuel Azout.

“El futuro no es lo que vendrá, sino lo que nosotros haremos que suceda.” 


esperanza hope historia

BarbaraJackson / Pixabay


—Duermo tranquilo porque estoy haciendo bien mi trabajo —asegura Juan Esteban.

Es joven, es seguro de sí mismo. Su compromiso con las tareas de cogestor social de Red Unidos es total, se considera un miembro más de las familias que le asignan y siente como propios sus logros y fracasos. Y no duda en afirmar que el caso de Xiomara Muñoz y su familia ha sido especialmente inspirador para el.

—Xiomara es una persona excepcional —dice sin titubeos.

En estos días de sol las calles del barrio Simón Bolívar, en la ciudad de Cúcuta, están cubiertas por una permanente y rasante nube de polvo que se adueña de los zapatos de quienes la recorren y de los sofocados perros echados a la sombra. Las familias para escapar del calor, que en el interior de sus humildes casas es casi inaguantable, salen a las aceras para refrescarse con la tenue brisa y hacer vida de vecinos. La colorida y ligera ropa de las mujeres brilla a la luz del sol; muchas están sentadas frente a sus pequeñas tiendas esperando a los compradores y sobrellevando el sofoco. En sus negocios mínimos ofrecen minutos de celular, comida chatarra, pilas, arroz, azúcar, aceite, refrescos; en los más prósperos, hasta pollo congelado, en fin, buena parte del diverso inventario de la canasta familiar. Durante el día, el Simón Bolívar es un barrio exclusivamente femenino e infantil; los hombres están fuera rebuscándose los medios para el sustento de sus familias.

Juan Esteban y yo soportamos el intenso bochorno dentro del taxi en que nos dirigimos hacia la casa de Xiomara. Atravesamos el barrio y finalmente llegamos a un pequeño callejón. Lo que ven nuestros ojos no es fácil de digerir: aquello que parece un gran depósito de materiales para reciclaje es en realidad un vecindario donde decenas de familias hacen su vida. Madera, latas, trozos de cartón, llantas arrumadas apuntalando muros, tejas de diferentes variedades, la mayoría desgarradas y partidas, son algunos de los materiales que se distinguen a primera vista. Es casi imposible determinar donde comienza una vivienda y donde termina la contigua; en este barrio de invasión, como en muchos otros, las familias comparten las endebles paredes que separan, o unen, sus hogares.

Xiomara no está. Mientras Juan Esteban indaga por su paradero, yo me quedo observando la vivienda desde afuera. El lote es largo y estrecho, en el frente hay ladrillos esparcidos, unas varillas y un aviso grande que en letra torcida anuncia Se vende. Detrás hay una pequeña casa de madera pintada de blanco, que visualmente refresca el ambiente; su interior, sin embargo, debe ser asfixiante, el techo está formado por una intrincada sucesión de viejas láminas de metal. La entrada: un vano huérfano de puerta, un hueco más de otros muchos que por accidente terminan siendo ventanas pero que eliminan toda posibilidad de privacidad. Y entre las blancas tablas de las paredes más huecos por donde se debe colar toda el agua que del cielo cae en invierno.

Levanto la mirada y veo a Xiomara caminando hacia nosotros. Con el brazo derecho viene jalando una carretilla de dos ruedas con una lavadora montada encima, y con el izquierdo lleva a su bebé cargada. Es una mujer joven, bajita, a primera vista tan tímida e inocente como la niña que lleva en sus brazos. Una camiseta de gastada tela rosada deja al descubierto las tiras del brasier que ciñen sus hombros. Un poco azorada, saluda de beso nervioso e invita a pasar a su casa liderándonos por un irregular camino de barro.

Trato de desprender el barro de mis zapatos con disimulados movimientos de pies, pero en realidad no hay razón para hacerlo, los pisos de la casa son de tierra. La única diferencia entre el interior y la calle es un costal verde que, atravesado en el umbral, simula un tapete. Por dentro, la casa parece de muñecas, todo es pequeño, el techo es bajito, a la escala de Xiomara; los utensilios de cocina, los escasos muebles y unos pocos adornos de cerámica están dispuestos en estricto orden, como en obediencia a la vieja sentencia de cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Lo único suelto son unos cables eléctricos que atraviesan la pequeña sala de lado a lado conectados al viejo televisor, y a un par de bombillos que cuelgan del techo. Una mesa de reluciente plástico rojo, de las que habitualmente se usan en fiestas al aire libre, sirve de mesa de comedor y cuatro asientos, todos de diferente color, están alineados contra la pared de tablas, en la que está colgada la cartilla del Plan Familiar de Red Unidos (1), a manera de cuadro decorativo.

Xiomara, quien evidentemente tiene severas dificultades económicas, no duda en sacar de su envejecida nevera una botella de yogur, del que ella misma produce, para compartirla con nosotros, sus visitantes. Coloca unos vasos plásticos en la mesa roja y acerca los asientos donde Juan Esteban y yo, deseosos de escuchar su historia, rápidamente nos acomodamos. Luego de beber el yogur, que refresca y alivia las resecas gargantas, y tras los preámbulos de rigor —que el calor, que el polvo, que la salud—, Xiomara empieza a contar su vida. Si al principio, debido a su corta edad, sospeché que la historia sería breve, esta idea quedó pronto descartada por las aflicciones y desconsuelos que se revelan en el rostro y la voz de Xiomara. Sin duda tiene mucho que contar.

Xiomara, quien tiene solo 28 años, nació en Tibú, en el departamento de Norte de Santander. Este territorio, cerca de la frontera con Venezuela, llamado El Catatumbo, es conocido por su densa selva que habitan los valientes indios motilones, por sus caudalosos ríos, sus memorables tormentas y, sobre todo, por la fertilidad de sus tierras y las inmensas riquezas de su subsuelo; dones, sin embargo, ariscos y difíciles, dadores de desdichas y bonanzas. Xiomara creció en el campo, en medio de esa exuberancia tropical, pero también, y paradójicamente, enfrentando pobres condiciones de vida, elementos característicos del bello Catatumbo. Hasta los cuatro años sus padres y tres hermanos fueron su constante compañía. Todo eso cambió cuando su padre sufrió una fuerte trombosis que inicialmente lo incapacitó para seguir en sus labores campesinas y pocos meses después le significó la muerte. Esta tragedia obligó a su madre, doña Clemencia, a trabajar fuera de casa como empleada doméstica. Doña Clemencia debió recurrir a los parientes que vivían en las cercanías para que estuvieran pendientes de sus hijos mientras ella acudía al trabajo. En la práctica el esquema planteado no funcionó: los parientes también vivían en escasez y tenían sus propias ocupaciones. Xiomara y sus tres hermanos permanecían solos desde las seis de la mañana hasta el mediodía, hora en la cual salían a encontrarse con su madre, quien les entregaba algo de comer, generalmente el almuerzo que la empleadora le daba para ella. Luego los tres niños regresaban solos al barrio a pasar la tarde. Este diario ir y venir era vital, pues casi nunca había alimentos en la casa. El relato de Xiomara me conmueve profundamente; prácticamente vivió su niñez privada de niñez: no tuvo afecto, ni escuela, ni una buena nutrición, no supo lo que era una ronda infantil ni un villancico, en fin, fue privada de todos sus derechos fundamentales. Como si esto fuera poco, debió soportar maltratos y arbitrariedades de adultos. Ella recuerda esa etapa de su vida con una mezcla de nostalgia por lo no vivido y repulsión por lo vivido:

—Algunos vecinos, señores ya de edad, se aprovechaban de nuestra soledad.

Al escuchar sus palabras no puedo evitar un hondo suspiro. Aunque Xiomara no explica en qué sentido fue aprovechada, no es difícil imaginar el abuso a que fue sometida. Para los más pobres los derechos fundamentales son solo sueños, son derechos a los que no tienen derecho, pensé.

—Nunca tuvimos una familia unida con un padre que trabajara por nosotros — explica Xiomara al tiempo que nos dirige una mirada triste —. Si a mi papá no le hubiera dado trombosis hubiéramos tenido un hogar muy lindo y nunca nos hubiera hecho falta nada, él hubiera trabajado por darnos una casa, pero jamás pudimos tenerla. Cuando mi mamá tuvo que salir a trabajar todo el día y se dio cuenta de que al dejarnos solos nos estaba haciendo daño, nos repartió a todos y jamás tuvimos un lugar en el que pudiéramos compartir nuestras vidas. De no haber sido por todo eso, yo estaría en otro lado, tendría otra vida.

Aunque doña Clemencia trabajaba todos los días para sostener a la familia, el dinero que ganaba no era suficiente para a alimentarlos a todos. Los hermanos, entonces, se vieron obligados a buscar sus propios ingresos y, siendo apenas unos adolescentes, empezaron a trabajar como raspadores de coca, pues en ese tiempo este cultivo había empezado a consolidarse en la región del Catatumbo. A los doce años Xiomara empezó a trabajar como niñera en casas de familia, pero era raro si duraba más de quince días o un mes con la misma patrona.

—Yo no tuve una niñez de felicidad, como ahorita la tienen los niños que los papás los sacan el fin de semana y les compran su helado. Mi niñez fue muy dura y cuando crecí un poco, lo que me tocó fue trabajar.

—El día que usted se consiga un marido le doy pata y puño porque eso es lo único que usted se merece en esta vida —Xiomara dice que esa frase jamás la olvidará; explica que solía decírsela su mamá cuando se quedaba en casa los domingos y aprovechaba para lavar ropa. A ella y sus hermanos les restregaba la ropa sucia en la cara y usaba las ollas para golpearlos mientras los insultaba.

Así como fue de dura su madre con ella, la abuela lo fue con doña Clemencia. Desde muy pequeña su mamá fue obligada a trabajar duro en el campo: era la encargada de recoger la leña y también debía atender el trapiche y estar pendiente de los animales que ayudaban en la labor. Nunca supo lo que era jugar. Al llegar del colegio, que quedaba a más de una hora a pie, La Nona, como le decía a su abuela, le daba el almuerzo a su mamá y de inmediato la mandaba al campo a arrear y vigilar el ganado sin dejarla reposar.

—Como a mi madre le pasó todo eso y no conoció otra cosa —sentencia Xiomara con sabiduría—, nos trató de criar de la misma manera.

Pero Xiomara también sufrió la violencia de La Nona. Al cumplir catorce años su madre la envió a Cúcuta a vivir con su abuela. Allí experimentó momentos muy difíciles. La abuela nunca le permitió tener amistades y para evitar que saliera de la casa la encerraba con llave; las golpizas y los regaños eran constantes. Así, Xiomara se convirtió en una niña muy tímida, con deseos reprimidos de amor y libertad. Nunca pudo tener un noviazgo tradicional, ser cortejada o ir a fiestas. Según Xiomara, su niñez y el encierro que vivió, la convirtieron en una persona asustadiza, incapaz de enfrentar el más mínimo conflicto:

—Me paso de buena y muchas veces permito que los demás se aprovechen de mí.

Luego de casi tres insoportables años con su abuela, Xiomara regresó a Tibú. A las pocas semanas, conoció a Edwin, un joven amable, pero callado y huraño, que vivía cerca a su casa. Al mes de haberlo conocido, Edwin le propuso que se marcharan juntos del pueblo.

—No éramos novios, nunca habíamos compartido un helado ni asistido a una fiesta, ni mucho menos nos habíamos cogido de la mano, pero decidí irme con él. Claro que no nos fuimos muy lejos, nos fuimos a vivir a una parcela del papá de él, que quedaba como a dos horas del pueblo, caminando.

Antes de un año tuvieron su primera hija, María José. El comienzo de la convivencia con Edwin estuvo acompañado de violencia, él la maltrataba y golpeaba con frecuencia.

—La maldición de mi mamá se cumplió; ella me dijo que merecía pata y puño, y eso fue lo que me tocó. Pero Edwin cambió y desde hace siete años no me toca. Y las ironías de la vida, como dicen, mi mamá, que tanto me lastimó, no lo quiere, y mis hermanos tampoco.

Mientras Edwin trabajaba raspando coca y sacando mercancía, Xiomara madrugaba todos los días a cocinar para cuarenta y cinco jornaleros, compañeros de su esposo. En ese entonces, para distraerse y descansar, solo les quedaban los domingos, cuando iban un rato al pueblo. El paseo era de pocas horas, pues era peligroso y debían regresar a la finca antes de que oscureciera.

El Catatumbo, que desde años atrás vivía en estado de tensión y conflicto, en esta época se tornó invivible a causa de los paramilitares, quienes, aunque ya tenían presencia, llegaron casi que como fuerza de ocupación con el propósito de expulsar a la guerrilla y de apropiarse de tierras mediante el terror y el desplazamiento. Edwin y Xiomara vivieron muy de cerca la masacre de Tibú (2), reconocida por su horror y barbarie. Algunos de los muertos eran conocidos de ellos de mucho tiempo atrás. Fue el momento más duro en la historia de Tibú; dejó una herida que no se cerrará nunca.

Cuando los paras (3) se enteraron de que Edwin era muy productivo raspando y sacando mercancía, le propusieron que trabajara con ellos. Realmente, no había alternativa; aunque no quisiera, estaba obligado a vincularse a las AUC. Pero cuando la guerrilla se hizo fuerte y empezó a combatir a las autodefensas, las cosas se complicaron aún más para Edwin y Xiomara. Sus vidas dieron un nuevo giro. En medio del enfrentamiento entre autodefensas y guerrilla la región se tornó aún más violenta y peligrosa; casi a diario se escuchaban historias de vecinos que eran maltratados, torturados y asesinados para arrebatarles sus tierras. La muerte deambulaba como perro callejero.

Finalmente, llegó el día que tanto temían. Ya entrada la noche dos guerrilleros llegaron a su casa a amenazar de muerte a Edwin. Xiomara lloraba y rogaba que no lo fueran a matar, no podía hacer más. El hermano de Edwin se había metido en problemas con la guerrilla y se había volado del pueblo para escapar de una muerte segura. Nunca calculó que sus enemigos irían tras de Edwin para cobrarle lo que según la guerrilla él les debía: la vida.

—Gracias a Dios —Xiomara mira hacia arriba y recoge sus manos sobre el pecho— en ese preciso momento pasaba un ruidoso grupo del ejército y los guerrilleros debieron huir, y así pudimos salvar nuestras vidas y escapar al pueblo —dice y luego deja escapar un profundo suspiro.

Pero como ya la guerrilla los tenía identificados sabían que iba a ser imposible quedarse allí sin que los volvieran a buscar para lastimarlos. Entonces resolvieron abandonar las pocas cosas que habían conseguido con tanto esfuerzo y trabajo e irse del pueblo.

Con los pocos ahorros que tenían gracias al trabajo de en un oficio ilegal que para ellos significaba su supervivencia, partieron con María José hacia Barranquilla, pues daban por hecho que encontrarían al hermano de Edwin en esa ciudad, pues en más de una ocasión le habían oído decir que allí no había guerrilleros ni paramilitares. Tan pronto llegaron a Barranquilla denunciaron su caso de desplazamiento forzado, esperando recibir algún apoyo de las autoridades. Las semanas pasaban y Xiomara no dejaba pasar un día sin buscar respuesta u orientación, pero nada pasó. La historia de Xiomara y Edwin, su persecución, su huida y su sufrimiento, pasaron a ser un relato más en los archivos de la Nación.

Descorazonados por no haber podido localizar al hermano de Edwin, por no haber encontrado trabajo en La Arenosa (4) y por haber perdido toda esperanza de recibir una reparación por parte del Estado como víctimas del conflicto, Xiomara y Edwin decidieron que lo mejor era olvidarse del asunto y probar otros rumbos. Edwin partió a Barrancabermeja y Xiomara, con María José, para Cúcuta, ciudad que al menos conocía y a la que la unían lazos de familia, a pesar de haber sufrido tanto allí cuando niña.

En Cúcuta, Xiomara encontró trabajo como empleada doméstica en una casa de familia. Fue una suerte, porque ya estaban sin dinero. Su patrona le prestó cincuenta mil pesos para comprar unas cuantas tablas y unas tejas de cinc de segunda mano y armó, para ella María José, una “piecita” en un barrio de invasión que habían venido formando personas que vivían una situación similar a la suya. Con la ayuda y solidaridad de algunos vecinos logró afianzarse en el barrio y gracias al apoyo de sus patrones, con el paso del tiempo la “piecita” la convirtió en su casa.

—La señora va a ser la madrina de Carlita, mi bebé de dos años, la más pequeña de las tres que tuve —comenta Xiomara con una emoción que trasluce su agradecimiento—. Lo hago porque ella me alentó cuando yo estaba frenada y pensaba que nunca iba tener una casa o salir adelante.

Mientras Xiomara se iba organizando en el Simón Bolívar, Edwin estaba en Barrancabermeja probando suerte en varios trabajos y tratando de hacer unos ahorros para luego reunirse con su esposa en Cúcuta.

—No me he olvidado del sufrimiento de todos estos años —reflexiona Xiomara—. Pero eso no me da razón para estar amargada, ser envidiosa o tratar mal a mis hijas o a mis vecinos. Yo trato de vivir en paz, sin rencor; trato de ser feliz. Aprendí de Edwin, que es una persona muy positiva. A pesar de que desde siempre sufrió la ausencia de su madre, pues lo abandonó a los veintidós días de nacido, y de que creció en manos de una madrastra que lo obligo a trabajar desde muy pequeño, Edwin es un padre amoroso, es el primero en invitar a sus hijas a comerse un pollo o un helado apenas hay algo de bonanza.

Hoy en día Xiomara, Edwin y sus tres hermosas hijas, María José que ya tiene doce, y María Clara y Carlita, de cinco y dos años, viven austeramente y, aunque son muchas las privaciones y carencias y nunca sobra el dinero, hay amor y solidez familiar.

La pareja tiene claro que su prioridad es darle estudio a sus hijas, por eso Xiomara madruga todos los días y llena de ilusión les prepara el desayuno y las despacha para el colegio. Cuando las niñas vuelven del colegio se cambian los uniformes por la ropa de entrecasa y después de almorzar le colaboran a su mamá con el arreglo de la casa. Se turnan para lavar y guardar los platos y hacen otros pequeños oficios; están comprometidas a apoyar a sus papás en las tareas del hogar. Después de jugar y hacer tareas, comen una media tarde.

—Aquí no puede faltar la media tarde ni la media mañana, aunque sea poquito. Cuando hay días donde no hay que echarle a la olla, le pido prestado a una vecina o le doy a mis hijas lo poco que hay…, aunque yo me quede sin comer —dice Xiomara al tiempo que sonríe y nos mira con su timidez característica—. Me gusta ayudarlas, son buenas niñas, no son del tipo de las que siempre están pidiendo cosas nuevas, ni de las que no se les puede negar nada porque empiezan a llorar.

Hace tres años Xiomara decidió acudir a la Red Unidos en busca de apoyo en su lucha por salir adelante. En las oficinas de la Red le confirmaron que ella y su esposo estaban inscritos y que su cogestor era Juan Esteban quien, además, llevaba un tiempo buscando a Edwin. Xiomara había oído hablar de Juan Esteban a sus vecinas. Decían que era un cogestor comprometido y una buena persona. Trabajando en equipo con Juan Esteban, Xiomara ha logrado cumplir varias metas. La iniciativa para buscar apoyo y su deseo de superación son cualidades distintivas de Xiomara y, en general, de las personas que logran superar situaciones difíciles de vida. Juan Esteban ayudó a que Xiomara, y Edwin adoptaran una nueva actitud de vida, condición necesaria para superar la pobreza extrema.

– Xiomara sabe que ser parte de la Red Unidos es solo un comienzo. Ella tiene claro que sus dos negocios, el del yogur y el del alquiler de lavadoras, deben crecer para lograr su gran sueño de darles educación universitaria a sus tres hijas. Allí está la gran oportunidad para que sus hijas y las generaciones posteriores no tengan que vivir las injusticias y penurias que ella y Edwin han tenido que soportar – señalo decididamente Juan Esteban, mientras se me escapaba una sonrisa al escucharlo.

En Red Unidos sabíamos que no cumpliríamos nuestro propósito de que 100 mil familias al año escaparan la pobreza extrema en forma definitiva y sostenible vía la asistencia tradicional. Era necesario que las familias se ocuparan de su propio futuro. Todos debemos entender la frase que vi en un corredor en la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard: “El futuro no es lo que vendrá, sino lo que nosotros haremos que suceda.”

Basados en esa premisa, la alta dirección de ANSPE trabajaba para que los co- gestores implementaran un método inspirado en el coaching (5), el cual ha probado ser muy efectivo para construir nuevos modelos mentales (6) con personas y grupos. Escuchar hablar a Juan Esteban constituía para mí un verdadero orgullo. El entendía bien las posibilidades de sostenibilidad de esta familia fuera de la miseria. Juan Esteban había diagnosticado de manera clara la problemática de la familia Muñoz y había desarrollado en conjunto con Xiomara y Edwin un plan para superar la pobreza.

¿Qué mejor que esto? – pensé – una política pública implementada a la perfección. No dije nada, pero Juan Esteban, a quien ya varias veces lo había felicitado en público frente a sus compañeros, sabía lo feliz que me hacía su impecable trabajo.

Xiomara tiene a su favor que es una mujer de negocios: con la ayuda de un crédito de $700.000 y de las utilidades ahorradas del alquiler de tres lavadoras, montó un nuevo negocio: Yogures Triana. Los viernes compra cuarenta litros de leche, que debe cargar al hombro en una cantina; los días anteriores ya ha comprado la fruta y los demás ingredientes y el domingo, muy temprano, ya tiene listo el yogur, que ese mismo día es recogido por las vendedoras. Es una labor muy ardua pues las distancias entre su casa y la plaza de mercado, y entre esta y el lugar donde compra la leche son largas y el recorrido debe hacerlo a pie. Xiomara se sobrepone a las limitaciones poniéndole al trabajo toda su fuerza y empeño, y tiene mucha claridad respecto a la dirección en que orienta sus dos proyectos. Aunque en su casa no tiene computador abrió una dirección electrónica para recibir pedidos. Diariamente acude a un centro de internet y revisa su archivo de correos electrónicos.

El equipo de Red Unidos de Norte de Santander ha sido una gran fuente de ayuda y ejemplo para Xiomara, Edwin y sus tres hijas. Cuando hablan en familia acerca de la importancia de la educación, Xiomara les pone de ejemplo a la coordinadora local de Red para que se motiven:

—Vean a Carolina, la jefa de Juan Esteban, ella es una mujer bien hablada, respetuosa y educada. Si ustedes quieren ser como ella tienen que estudiar mucho; esa es la única tarea que ustedes tienen por ahora.

Xiomara y Edwin les exigen mucho a sus hijas en cuanto al rendimiento escolar, pero también disfrutan complaciéndolas cuando pueden. Hacen un gran esfuerzo por conservar la tradición de la Navidad, aquella que ellos nunca vivieron. Xiomara arregla un árbol modesto, arma un pequeño pesebre y les enseña a sus hijas a escribirle una carta al Niño Dios pidiéndole un deseo para el año venidero. Para el último diciembre lograron ahorrar un dinero y con eso le compraron una bicicleta a María José, su hija mayor. Fue un día muy especial: escondieron la bicicleta en casa de un vecino y cuando por fin lograron que las niñas se durmieran, la entraron y a hurtadillas la pusieron en la habitación de las niñas, cerca de su cama.

Xiomara considera que su estrategia para salir adelante está basada en el mutuo apoyo que ella y Edwin se dan. Ella se siente motivada para mejorar su vida porque tiene un hogar en donde predomina la paz y la unidad, donde no hay peleas, ni gritos ni insultos. Edwin sueña con una casa con piso de cemento, con buenas paredes y un techo firme, en un mejor sitio y también sueña con tener su propio negocio. Xiomara aspira a que sus hijas siempre vivan cerca y que ella y su esposo puedan sostenerse solos cuando viejos.

Hoy en día Edwin trabaja como oficial en una empresa de construcción, oficio que aprendió en Barrancabermeja. Aunque no tiene mucha estabilidad porque su empleo es temporal y solo devenga solo el salario mínimo, recientemente ha tenido la suerte de ser contratado en nuevas obras. Todo lo que gana lo invierte en su familia, no le encuentra sentido al fruto de su trabajo si no lo comparte con Xiomara y las niñas.

Xiomara y Edwin han dado grandes pasos para dejar atrás las enormes carencias de su niñez, pero el camino aún no termina. Xiomara es consciente de que su casa está construida con materiales inadecuados y de que el piso de tierra es un déficit que debe solucionar con urgencia; pero el hecho de tener sus dos negocios, una nevera y las lavadoras, ya es un logro enorme. Siente como una bendición poder contar con Juan Esteban y con la coordinadora Carolina Antequera:

—Tener personas pendientes de mi progreso es algo que me motiva a conseguir las cosas por las que tanto he luchado. Lo que me está pasando es muy bonito, estoy en el mejor momento de mi vida y sé que voy a salir adelante. Yo tengo una puerta grande con ustedes, ustedes me están diciendo: “salga adelante Xiomara, saque a sus hijas de allí, vamos para adelante.”

Al escuchar esto procedí a decirle a Xiomara que siempre tendrá el apoyo del gobierno nacional para mejorar su vida y la de su familia. Le pedí que ayude a que sus amigas del barrio tengan su misma motivación y deseo de superación. También le agradecí por recibirnos en su hogar y compartir su vida con nosotros.

Me puse de pie y me despedí de abrazo. Me sentí optimista sobre el futuro de Xiomara y Edwin. Seguramente ellos tendrán que seguir luchando mucho tiempo para satisfacer sus necesidades más básicas, pero como dijo Juan Esteban, si logran que sus hijas alcancen estudios de educación superior, la nueva generación podría tener una vida muy diferente a la que les tocó sufrir a sus padres.

Esa noche, en el avión de regreso a Bogotá solo podía pensar en el reto que tiene Colombia por delante en materia de superación de pobreza. Especulaba sobre la importancia de mejorar las oportunidades de vida de personas como los Muñoz para lograr una paz duradera. A lo que el Fokker (7) aterrizaba sobre la autopista de El Dorado (8) y yo contemplaba la noche a través la ventanilla revestida de gotas de lluvia, una sola idea retumbaba en mi mente:

“Definitivamente, el desarrollo no es una carrera de cien metros, se parece más a una maratón de 42 kilómetros.”


1- Plan de cuarenta y cinco logros sociales que debe alcanzar una familia para superar su situación de pobreza extrema.

2- La primera masacre de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), sucedida el 29 de mayo de 1999, en el Catatumbo, se recuerda como acto de crueldad y terror.

3- paramilitares

4- Sobrenombre o apodo con el cual se conoce a Barranquilla.

5- Proceso de entrenamiento o desarrollo por medio del cual un individuo es apoyado a lo que logra una meta o superior competencia personal

6- Mecanismo del pensamiento mediante el cual un ser humano, u otro animal, intenta explicar cómo funciona el mundo real.

7- Fábrica que produce aviones.

8- Aeropuerto de Bogotá.


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