Plazo presidencial

Por: Pascual Gaviria Uribe.

Las votaciones se han cerrado con un suspiro de alivio. La decisión, que ya parece definitiva, se ha celebrado como una especie de venganza, o en el mejor de los casos, como una lección que dejaron los abusos del pasado, un escarmiento frente a los excesos.

Pero nadie ha pensado aún en las limitaciones futuras, en los afanes, en las estrecheces de los míseros cuatro años. Nadie duda, ni Uribe, ni Sabas, ni Yidis, que la reelección presidencial se aprobó con la conciencia de unas notarías y unas gerencias de hospitales en ciudades intermedias.

Se cambió la constitución como si se tratara de ajustar un artículo de la ley de presupuesto, y se desató en enjambre político que dejó ronchas y apenas ahora comienza a asentarse. Está bien que la Corte Suprema se ocupe de esos abusos en la forma, y que la Corte Constitucional haya dicho en su momento que la desfachatez en busca de una segunda enmienda era un golpe desde el palacio presidencial a la constitución. Una vez saldadas esas cuentas valía la pena evaluar la reelección sin mirar las manchas del pasado, pensar en los posibles desequilibrios electorales, medir la madurez de los ciudadanos, contar los tiempos necesarios para mover el monstruo estatal.

Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela permiten la reelección consecutiva en el vecindario. Algunos abrieron la puerta al descaro de la perpetuidad que en Colombia se cerró en buena hora con el mencionado fallo de la Corte.

En Chile, Perú, Uruguay y Panamá el presidente se puede reelegir luego de “descansar” un periodo. Todos, excepto Chile, tienen periodos presidenciales de cinco años. México la prohíbe pero tiene presidentes de seis años. Colombia quedará, en compañía de Paraguay, con un periodo presidencial corto y sin posibilidades de prórroga.

La reelección tiene la ventaja de ser una especie de refrendación ciudadana sobre el primer periodo. La reñida contienda de hace un año entre Santos y Zuluaga demostró que el candidato-presidente no tiene nada asegurado y la silla puede ser un escalón o una trampa.

En Estados Unidos han aprendido la lógica de cada uno de los cuatrienios de gobierno: el primero con objetivos de corto plazo y el segundo con una agenda que trasciende en alguna medida los afanes electorales. La veda a la reelección tiene la desventaja de propiciar sin salidas institucionales frente a climas de opinión favorables a un presidente, y de impedir que se desarrollen proyectos de gobierno a mediano plazo.

Hace poco se discutió en Brasil acabar con la reelección presidencial y Lula, interesado, entregó un argumento lógico: “No hay ningún país desarrollado en el mundo que tenga solo un mandato….cuatro años no permiten que ningún presidente haga un mandato estructurador”.

Visto en perspectiva se puede decir que en un solo periodo ni Uribe ni Santos habrían podido desarrollar sus más importantes apuestas de gobierno. Uribe no habría logrado agrupar al país en torno a un proyecto de seguridad (con múltiples problemas y crímenes) que terminó por debilitar a las Farc y permitir el lance de Santos hacia un proceso de paz. Ahora sabemos que el intento de una negociación tampoco habría sido viable en ese plazo.

Y si hablamos de cemento solo estructurar el proyecto de Autopistas de la Prosperidad tardó cerca de tres años. El periodo actual resulta corto a la hora de concebir y ejecutar un plan en las capitales, qué decir cuando se habla de todo el país. Pero aquí siempre pensamos más en pleitos y personas que en proyectos y posibilidades.


 

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