Mundos opuestos

Por: Pascual Gaviria Uribe.

Al llegar a El Teniente todo parecía igual. Amarillo, azul y rojo en cada calle y los acentos habituales en cada esquina. “Guaro, guaro, guaro, guaro”, dijo un impostor cerca a la entrada para el antojo de muchos. Todo era tricolor sin esa media luna de estrellas en la bandera.

El estadio, pequeño, bajo un sol radiante, de oro para desmentir a la mina de cobre más grande del mundo que está por ahí cerca, mostraba la humildad recién pintada de sus 16.000 sillas. Pero todo era muy distinto. Lo primero era que estábamos bajo la mirada de Chile que combina la ingenuidad y el rigor, la amabilidad que recuerda las reglas a cada paso. Hace un año vi ganar a la selección Colombia en Brasilia, bajo el gigantismo del Mané Garrincha. Allá todo era fiesta, sonaba La Creciente en un parlante acompañado de raspa en vivo, el “guaro, guaro, guaro, guaro” era una realidad que rodaba gratis, los colombianos eran una legión despreocupada luego del triunfo frente a Grecia. (Saber que nuestro primer gol en Brasil fue una jugada que comenzó Zúñiga y terminó Armero).

En Rancagua éramos una alegre y contenida procesión hacia el estadio. Al encuentro de El Teniente. Con la advertencia de que había que mostrar el pasaporte en las puertas, bajo el ojo desconfiado de los carabineros, con la advertencia de que ni siquiera se podía oler a alcohol. Al menos en algo pudimos violar las reglas porque el guayabo era supremo y olimos a alcohol hasta la amargura de la noche sin tomarnos un solo trago. En la tribuna nos regañaron por conversar en las escalas y nos fruncieron el ceño por soltar un insulto inofensivo. Pero unos señores en uniforme no pueden arruinarlo todo.

Debajo de mi silla estaba un veterano que fue portero de El Campín, profesional con el Santa Fe y abogado en la cárcel de Bellavista en Medellín. Mejor dicho, dos veces portero y una vez puntero izquierdo. Su hijo me lo presentó luciendo la camisa blanca atravesada por la bandera tricolor. Una clásica desde 1973 para Colombia. No todo fueron regaños y un poniente que cegó a más de la mitad de los espectadores y casi todos los jugadores vestidos de amarillo.

En la cancha Colombia pareció contagiarse de ese ambiente reglado, tieso, aburrido. El equipo parecía vigilado por los carabineros. Zúñiga y Armero dedicados a cuidar unas bandas que nadie amenazaba. James y Cuadrado como dos desconocidos, no tocaron dos balones entre ellos, parecían con miedo a que los acusaran de alguna conjura. Falcao y Bacca tristes, peleando uno que otro rebote con la zaga bolivariana: carabineros vestidos de vinotinto. Pékerman pensativo en la raya. En la tribuna la corneta desvaída de una señora y el grito anémico de “Colombia, Colombia, Colombia”. Insolados salimos de El Teniente.

¿Cómo pudo cambiar tanto el mundo en un año? ¿Cómo pasamos de la cerveza de un litro en las tribunas de Brasilia a la gaseosa tibia en Rancagua? Y el equipo ¿Cómo pudo ser tan distinto teniendo a muchos de los que formaron ese día feliz? Al final no hubo insultos, solo un aplauso menor a los ganadores y la indiferencia para una selección indiferente al rival, al balón y al público. A la salida no nos pidieron el pasaporte. El velorio caminó acompasado por las calles de Rancagua para alegría de la policía chilena. Las tiendas ofrecían capuchino y conos de hojaldre rellenos de arequipe. Saber que a las afueras del Mané Garrincha los coros se cantaron hasta en los baños rebosantes de espuma. Ahora viene Brasil, volvimos al temor y a la esperanza en una hazaña. Ojalá seamos insolentes en el Monumental.


 

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