Tercio de banderillas

Por: Manuel Guzmán-Hennessey.

A propósito de la polémica sobre los toros —por cierto no exenta de violencia— que tiene crispada a la opinión por estos días, recordé que en un tiempo no muy lejano yo fui un cultor de aquel arte. ¿Arte? Dirán algunos argumentando que es un acto de barbarie.

Me apresuro a explicarlo desde el principio: Es un acto bárbaro y hay sufrimiento animal pero es un arte. Pero el hecho de que sea un arte no justifica la violencia, por lo tanto yo no tengo justificación ética alguna sobre el arte de la tauromaquia. Y aunque creo que los taurinos no van a las plazas con el objetivo de celebrar la tortura y la muerte sino, muy por el contrario, la alegoría de la vida sobre la muerte y la primacía de la paz sobre la violencia, opino que la contradicción extrema de esta paradoja acabará por acabar con los toros, más temprano que tarde.


toros toreros

Plaza Santamaría, Bogotá, Colombia. Enero 29, 2017. AFP PHOTO / GUILLERMO LEGARIA


En mi caso aprendí de mi padre, quien a su vez había aprendido del suyo. Y las lecciones empezaron cuando yo era muy niño. Le escuchaba decir que “aquel animal no humillaba” o era “lento de pitones”. Muerte en la arena, muerte en la tarde, muerte sublime. Escuchaba con asombro juvenil las palabras celebratorias de la muerte de un animal. Y poco después leí “Muerte en la tarde”. Y me alcanzó a gustar tanto la prosa de Hemingway que fui hasta su hotel museo de La Habana a rendirle mi homenaje.

Fiel al aprendizaje de que había que decir ¡Torero! cuando el arte bien llevado culminara con la muerte perfecta, no dudé en teorizar, como académico que soy, sobre las múltiples variantes que puede tener el arte para exaltar las hermosas maneras de la muerte. El arte de Picasso y de Goya y de Lorca y de Doré vendrían después. Me encantaron los toros de Alejandro Obregón.

Con el tiempo fui descubriendo la trampa que había en la paradoja del arte del toreo. Leí a Deleuze, quien recordando quizás la famosa sentencia de Miguel de Unamuno pronunciada en la Universidad de Salamanca cuando Millán Astray dijo ¡Viva la muerte! escribe: “Uno reconoce al fascista en el grito, una vez más, de ¡viva la muerte! Toda persona que dice ¡Viva la muerte! es un fascista”. Pero el recuerdo de mi educación en la barbarie ha venido a mi mente debido a lo que agrega el propio Deleuze: Ninguna belleza puede pasar por la muerte. Justificar la tauromaquia como expresión del arte es la manera más eufemística (y por lo tanto deleznable) de justificar la muerte. Y solo una cosa puede ser peor que la justificación de la muerte en las batallas de iguales, y es la justificación de la muerte en batallas de desiguales como la tauromaquia.

¡Ah! Me dije. De manera que no había tal batalla entre iguales. ¿Cómo así que el pretendido valor de los toreros no era tal? ¿Acaso había una trampa bien camuflada entre el purísima y oro?

Hemingway también era cazador, y como tantos que celebran la muerte cobrada en condiciones de superioridad manifiesta, ante otro indefenso ser viviente, el bardo también cayó de mi pedestal como fruta podrida o deleznable ser.

El tercio de varas es el primero y el más desigual de una serie de tres suertes, que tiene el “arte” de la tauromaquia. El segundo es más sofisticado pero no menos cruel, debido a que consiste en rematar con banderillas el estrago ya causado por las varas en el morrillo del toro. Y el tercero se llama el de la muerte y es el que provoca la celebración del “respetable”.

El tercio de varas se produce luego de que el toro es recibido por los ayudantes del torero (no por él mismo, pues correría algún riesgo), y consiste en lo siguiente: un hombre desde lo alto de un caballo clava sucesivos puñales adosados en la punta de una vara de dos metros y sesenta centímetros de altura, al morrillo del animal.

El objetivo de esta acción es evidentemente la tortura. Pero algo más repugnante aún: la tortura con fines de diversión dando a entender que no es tortura y que su objetivo es la preparación del animal para la lidia. La realidad es bien distinta, pues consiste en la preparación del animal para una lucha en condiciones de inferioridad contra un animal de raza “superior”, más inteligente que él, y mejor preparado genéticamente para la perversidad. El toro, se ha dicho muchas veces, es entre los mamíferos uno de los más nobles seres. Basta mirarlos para comprobarlo.

La inteligencia del animal humano se demuestra en la sofisticación tecnológica y burocrática de la tradición taurina. En la punta de la vara hay una pirámide de nueve centímetros, que entra en la cabeza del animal para debilitar su torsión e impedir que este pueda embestir de frente. Vaya valor el de un hombre que nos hace creer que se enfrenta con un animal de 500 kilos pero que necesita que este animal no lo vea, para lo cual se ayuda, además, del trabajo de otro hombre, montado este en un caballo, que es el que le aplica el castigo de la vara.

Una vez aplicados sucesivos castigos de vara el toro ya no es un animal bravo como tampoco lo era al salir de los corrales, pues había sido sometido a la oscuridad y la carencia de agua y alimento, aparte del stress por el cambio abrupto de sus condiciones de hábitat. Tampoco es un animal que pueda mantener su estado natural de alerta, pues los puñales han tocado ramificaciones de sus centros cerebrales y todo su ser ha empezado a reaccionar ante la amenaza.

El toro que queda en el ruedo después del tercio de varas, que es el primero, como ya dije, es un pobre animal amenazado, mortificado, y acaso ya moribundo, que ni siquiera puede mantener su cabeza erguida.

De manera que en lo sucesivo de aquella “fiesta”, el “artista” se enfrentará a un animal menguado. No a un toro de lidia. No a un animal bravío. Sí a un noble mamífero sometido por la inteligencia de otro.

Pero tal “arte” necesita de una suerte más para enfrentar al toro, la de las banderillas, puñales de acero de seis centímetros (tres menos que los puñales de las varas) cuyo objetivo es causar dolores adicionales (y superficiales) y reacciones autónomas del sistema nervioso central del animal; debido a esto el toro herido se mueve incesantemente tratando de desprenderse de las banderillas, consiguiendo con ello que se le desgarren aún más sus músculos epidérmicos, pues las banderillas han sido previamente diseñadas como pirámides que no se salen fácilmente después de haber sido hundidas en la espalda del toro.

Esto escribe Michel Onfray refiriéndose a la suerte de varas (Cosmos, 2016): “La presión de la pica aplasta las carnes, el toro gira alrededor de las picas que lo taladran y aumentan el sufrimiento. Las aristas de la pulla cizallan la llaga en profundidad, la lanza secciona los nervios así como el ligamento de la nuca, la columna vertebral se retuerce sobre sí misma en las muchas caídas; puyas, banderillas y espadas generan abundantes hemorragias; la pica, aún con el tope, puede entrar hasta cincuenta centímetros; algunos toreros llegan a usarla diez veces y se encarnizan hundiéndolas en la misma herida. Entonces sobreviene la parálisis y el pequeño puñal secciona el bulbo raquídeo”. Pero esta última parte del ritual carnicero se produce no contra un animal en pie, sino contra un gigante moribundo, de manera que cuando por fin este cae, y el “respetable” público aplaude la faena, no cae un toro sino un guiñapo de toro torturado por otro animal más pequeño que él. Pero también más cruel.

Onfray también se encarga de poner en su justo lugar la pretendida valentía de “los artistas”, acudiendo, no a las teorías u opiniones de los movimientos antitaurinos, sino a los hechos históricos. Escribe, citando a Eric Baratay y Elisabeth Hardoin-Fugier que entre 1901 y 1947 solo murieron 16 toreros en ejercicio de sus faenas; y entre 1948 y 1993 solo 4, lo cual, en proporción con los toros sacrificados, da la bicoca de 1 por cada 34.033.

Nadie se juega la vida disfrazado de mujer delante de un animal semiciego y moribundo. Nadie se para frente a un animal en sus cabales para matarlo. Lo que ocurre en el ruedo es otra cosa: la farsa de una lucha desigual contra un animal indefenso.

Se ha reavivado el debate en Bogotá sobre el acatamiento o no de la sentencia de la Corte sobre la no prohibición de las corridas de toros. Estoy de acuerdo en que se acate la sentencia y se mantenga abierta la plaza, para que las corridas se acaben no cuando un alcalde lo prohíba sino cuando la sociedad haya evolucionado como organismo digno de privilegiar la vida sobre la muerte. O cuando a algún superintendente de industria y comercio se le dé por aplicarle una cláusula por publicidad engañosa: seis toros seis.

Opino que mantener las corridas de toros —por algún tiempo— le resulta útil a la democracia y a la construcción de una sociedad en paz. Observar la doble trama del ritual toreril y develar sus resortes ocultos y verdades guardadas quizás nos ayude a entender mejor la guerra y a resolverla con una nueva política, más franca y verdadera. Más estética y digna. Ni el torero es el héroe que nos pintan ni los aficionados son unos desalmados. Lo macabro de la tauromaquia es el legado de una cultura de violencia refinada, de maltrato de los débiles revestido de ornamentos rituales. No hay arte en la muerte sino en la vida. No hay arte en la guerra sino en la paz.


Una versión anterior de esta nota fue publicada bajo el título de “Tercio de varas” en la revista Nova et Vetera de la Universidad del Rosario de Bogotá.


 

Debes loguearte para poder agregar comentarios ingresa ahora