La guerra contra ExxonMobil

Por: Robert J. Samuelson.

WASHINGTON – Si a usted le importa la libertad de expresión, debe prestar atención a la campaña organizada actualmente contra ExxonMobil. Más de 50 grupos de derechos humanos y del medio ambiente enviaron una carta a la Procuradora General, Loretta Lynch, instándola a abrir una “investigación federal” del gigante energético. Bernie Sanders y Hillary Clinton también se unieron al coro. La acusación es que ExxonMobil “sistemáticamente engañó al público” en lo referente al cambio climático, aún cuando sus ejecutivos reconocieron sus peligros. El procurador general de Nueva York ya lanzó una investigación.

Lo que está por detrás del nuevo ataque son dos trabajos recientes de periodismo investigativo que, basados en documentos de la empresa, llegaron a la conclusión de que ExxonMobil jugó un doble juego. En los años 70, cuando el calentamiento global comenzó a atraer la atención de los científicos, la empresa “reunió un grupo de cerebros [que profundizó] la comprensión de la empresa” sobre el cambio climático, informó InsideClimate News en su sitio Web. Pero a fines de los años 80, la empresa modificó su posición a “negación climática”, fabricando “dudas sobre … el cambio climático que sus propios científicos” habían confirmado. Artículos del Los Angeles Times narraron una historia similar.

No es así, responde ExxonMobil (sin causar sorpresa). Los trabajos investigativos escogen las partes que quieren como pruebas, exagerando la división entre los científicos de la empresa y la política corporativa, dice Ken Cohen, vicepresidente de asuntos públicos y gubernamentales.

Como ejemplo, citó una presentación científica realizada ante la junta de directores de Exxon a principios de 1989, donde se concluía que el calentamiento global está, en palabras del informe, “profundamente incrustado en incertidumbre científica … y] requerirá una importante investigación adicional.” En cambio, afirma Cohen, el Times implicaba que la presentación demostraba que la enormidad del calentamiento global se había resuelto.

ExxonMobil tampoco se opone, dice Cohen, a toda acción en contra del cambio climático. Desde 2009, aprobó un impuesto al carbono, posición compartida por muchos ecólogos y economistas. Gravar el carbono en los combustibles fósiles—petróleo, carbón, gas natural—elevaría los precios. Eso, por lo menos en teoría, sería un incentivo para la eficiencia energética y para virar a combustibles no-fósiles. (ExxonMobil prefiere un impuesto al carbono en lugar de un sistema de “limitar-e-intercambiar”, que, sostiene, es más difícil de administrar. Muchos economistas están de acuerdo.)

La pelea entre ExxonMobil y los ecólogos es de larga data. En un informe de 2007, la Union of Concerned Scientists (UCS) acusó a la empresa de financiar “una sofisticada campaña de desinformación … para engañar al público” sobre el calentamiento global. Entre 1998 y 2005, dijo la UCS, ExxonMobil dio 16 millones de dólares a 43 grupos que predicaban su escepticismo sobre el cambio climático. (La empresa dice que desde entonces detuvo muchas de esas subvenciones.)

Para muchos ecólogos, es santa palabra que la campaña de ExxonMobil obstaculizó políticas de reparación. Los norteamericanos no estaban seguros sobre la realidad del calentamiento global. “Hemos tenido 20 años de retraso por las dudas y la confusión sembradas por ExxonMobil y los que niegan el [cambio climático],” dice Eric Pooley, del Environmental Defense Fund.

Eso es cuestionable. Para comenzar, millones de norteamericanos vilipendian a las grandes empresas petroleras; no son consumidores no-críticos de la propaganda de la industria. El problema mayor es la dificultad inherente de hacer algo significativo sobre el calentamiento global. Los combustibles fósiles suministran cuatro quintos de la energía global primaria. Para estabilizar las concentraciones atmosféricas de gases de invernadero, las emisiones de combustibles fósiles deben descender a alrededor de cero. ¿Cómo ocurrirá eso?

No hay respuesta obvia, y todas las medidas provisionales—ya sea un impuesto al carbono o límitar-e-intercambiar—aumentarían los precios del combustible. Es difícil vender eso a los políticos y al público. Nuestro sistema político simplemente no es eficaz en infligir dolor por ventajas futuras inciertas. (Como prueba, véanse los déficits presupuestarios). Además, el progreso en Estados Unidos y en otros países ricos necesitaría ser igualmente alcanzado en China, India y otros países en desarrollo, cuyo apetito por la energía aún crece.

Cristalizar este complejo problema en una conspiración controlada por ExxonMobil es entrar en el mundo de la fantasía. Constituye un ejercicio peligroso e interesado que nos lleva de vuelta a la libertad de expresión. Genuinamente la libertad de expresión trasciende creencias aceptadas y respetadas. Incluye puntos de vista que son equivocados, ofensivos e ignorantes. Nos enorgullecemos del mercado de ideas—un dividendo de la libertad de expresión—para separar las que valen la pena de las que no. Si el gobierno asume esa función, ya no hay libertad de expresión.

Los defensores de una investigación de ExxonMobil esencialmente proponen que se castigue a la empresa por expresar sus opiniones. Esas opiniones pueden ser inteligentes o estúpidas, constructivas o destructivas, sensatas o interesadas. Sea como sea, merecen protección. Una investigación podría, como mínimo, constituir una forma de hostigamiento, que advertiría a otras empresas que fueran circunspectas para ventilar sus opiniones. La cosa será peor si el gobierno de alguna forma impone penas monetarias o abre las compuertas a demandas de demandantes y abogados, como en la industria tabacalera. Es significativo que la carta a la procuradora General Lynch, no alega ninguna violación de la ley.

ExxonMobil (ganancias de 2014: 32.500 millones de dólares) no inspira nuestra comprensión. Pero la libertad de expresión no pertenece sólo a los comprensivos. Pintar a ExxonMobil como al chivo emisario de los dilemas del calentamiento global es históricamente incorrecto y políticamente es un golpe bajo con conflictivas implicancias constitucionales.


© 2015, The Washington Post Writers Group


 

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