La búsqueda de la paz ¿Oportunidad o riesgo?

Por: Juan David Cárdenas.

Como parte de mis labores académicas, pero también movido por el interés personal, empecé a leer uno a uno los borradores de los acuerdos de La Habana entre el Gobierno y las Farc con el objetivo inicial de entender y dimensionar la naturaleza y el alcance de los mitos que circulan en la opinión pública.

Conforme he ido avanzando en la lectura de los textos, extensos, complejos y con cierto grado de lenguaje técnico difícil de entender para cualquier ciudadano me ha surgido la duda sobre qué tan robusto o no es el estado y la institucionalidad colombiana que antecede y es testigo del proceso, y como esta institucionalidad podrá hacer frente a las múltiples reformas institucionales y la implementación de un sinnúmero de programas e iniciativas que se derivan de los acuerdos.

Desde la ciencia política se viene manejando desde hace algún tiempo el concepto de los “estados fallidos”. Algunos conceptos como el de Noam Chomsky se refieren  a estados débiles que son incapaces de ejercer un control práctico sobre buena parte de su territorio. Otras definiciones relacionan la “falla estatal” con la existencia de conflictos armados o guerras civiles al interior de los estados. Otros autores enfocan su atención en la incapacidad estatal para hacer cumplir la ley y materializar los derechos y garantías básicas para la dignidad de sus ciudadanos. No existe un consenso frente al concepto, pero todos acuden, en mayor o menor medida, a la incapacidad estatal para hacer frente a sus responsabilidades.

Volviendo sobre el ejercicio de lectura de los acuerdos empieza a quedar una sensación de aceptación por parte de los involucrados de que Colombia vendría a ser un estado fallido. A pesar del discurso de la democracia sólida, estable y de largo aliento, y los distintos modelos político-comunicativos sociales que enmarcaban los esfuerzos para superar la pobreza [cohesión social, prosperidad, democrática, salto social, etc] Colombia es hoy en día un país con los más altos niveles de desigualdad ratificados por mediciones de organismos de distinta naturaleza. Al leer los acuerdos uno puede darse cuenta que, lejos de lo que algunos sectores políticos vociferan a los cuatro vientos, no se está pidiendo nada del otro mundo, ni mucho menos se está gestando una revolución comunista.

Basta con leer los acuerdos para incluso, sin asomo de vergüenza o de “autocensura” estar de acuerdo con muchas de las cosas que se dicen y se piensan implementar.

¿Qué tiene de revolucionario o como se está negociando la estructura del estado al exigir una mejor calidad de vida para millones de campesinos en Colombia?.

Y acá es donde el fantasma de la falla estatal se asoma a la vuelta de la esquina. ¿Es acaso un delirio marxista querer implementar soluciones para que el campo se tecnifique?

¿Qué tiene de peligroso querer llevar agua, electricidad, vías, educación y salud a miles de colombianos abandonados histórica y sistemáticamente por el estado?

¿Qué tiene de antidemocrático abrir espacios para que todos los colombianos podamos participar más activamente en los procesos y decisiones?

¿Qué de preocupante puede tener un ciudadano que se puede expresar libremente a través de sus propios medios, que se puede organizar para interactuar con el estado, vigilarlo y controlarlo?

¿Qué tiene de revolucionario propender por que sean nuestros campesinos los que aseguren nuestra alimentación básica?

Creo que a veces pecamos de egoístas y no somos capaces de ponernos en los zapatos de quienes si han experimentado de manera directa y permanente los costos y efectos del conflicto. No trato acá de convencer a nadie ni de que me tilden de “promotor de la paz” ni mucho menos, aunque no me importaría. Si quiero plantear la reflexión en torno a una lectura desapasionada, contextualizada y altruista (si se puede decir) de los acuerdos y estoy seguro que la discusión será mucho más racional e informada.

El aspecto que si es preocupante es como un estado que ha permitido que las cosas lleguen a este punto bien sea por acción o por omisión va a poder implementar todas las transformaciones estructurales que el acuerdo supone empezando por la difícil situación económica del país y la muy seguramente carga tributaria que esto significa y que seguramente afectará el clima de opinión sobre el proceso y mantendrá vivos los mitos y fantasmas frente a la paz.

La firma del acuerdo y la implementación de los acuerdos podrían verse de dos maneras. Primero, como la oportunidad para dejar de ser un “estado fallido”, lo que necesita de la voluntad política de la institucionalidad y el concurso de toda la sociedad en función del cumplimiento de unos objetivos como sociedad, o segundo, como la ratificación de que somos un Estado fallido al ser incapaces de implementar lo acordado y prolongar el conflicto indefinidamente. Solo el tiempo nos dira hacia cuál de estos escenarios nos terminamos dirigiendo.


 

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