El mundo se está acabando

Por: Andrés Quintero Olmos. 

“La demagogia es la palabra que emplean los demócratas cuando la democracia los asusta”, decía Nicolas Gómez Dávila.


Algunos piensan que el miedo hacia el otro se acentúa con nuestro nivel actual de uniformidad donde los individuos son cada vez más parecidos los unos a los otros. Paradójicamente, nuestras sociedades, de valores supuestamente universales y tolerantes, nos han conducido hacia una voluntad nueva de querer vivir entre idénticos (racismo, nacionalismo, independentismo). Es por eso que en ellas se materializa con naturalidad un estado de encerramiento donde defendemos nuestra identidad ante la amenazadora pluralidad de origen, pensamiento o religión.

Una ex Ministra de Francia, Nadine Morano, dijo esta semana que su nación es “un país judeocristiano” y que no quiere que se convierta en uno musulmán. El republicano Ben Carson, candidato a la nominación presidencial por su partido, fue más allá: “No estaría a favor de que pongamos un musulmán a cargo de esta nación”.

El autor Michel Houellebecq ya lo había imaginado en su última novela Sumisión: en el 2022 subiría al poder un político musulmán, y comenzaría a mezclarse republicanismo e islamización. Otro autor, Bouelem Sansal, en su novela orwelliana 2084: el fin del mundo cuenta, con menos pelos en la lengua, lo mismo pero radicalizado: en el Imperio del Abistán, que toma nombre del profeta Abi, el sistema político se establece sobre la sumisión a un Dios único y sobre la amnesia. Todo pensamiento personal está proscrito y, como en la novela 1984, un programa vigila y conoce de todas las ideas liberales para sancionarlas.

Son estas novelas contemporáneas que materializan los miedos que existen hoy frente al radicalismo musulmán. Son ellas los síntomas que los valores culturales de Occidente no han sabido ajustarse al mundo musulmán, debido principalmente al miedo que éste le produce. Esto ha conllevado a que exista una crisis en torno a la inclinación demagógica de ciertas mayorías a la hora de analizar las migraciones de Medio Oriente (hacia Europa) o los atentados religiosos. A lo cual habría que añadirle una falta de identidad ideológica de los intelectuales occidentales que no saben qué pensar y cómo justificarlo. El problema es que estos vacíos y temores siempre son capitalizados por la extrema derecha y por los mismos radicales, lo cual constituye, naturalmente, un desafío ético.

Más allá del Choque de Civilizaciones de Huntington, el mundo se acabará cuando el radicalismo religioso llegue a gobernar nuestras sociedades, o cuando el miedo del pluralismo religioso nos domine o cuando no sepamos incluir a las religiones.

Pero ¿cómo hacer coexistir a tolerantes e intolerantes, es decir, a demócratas y extremistas en un mismo sistema político incluyente? Imposible, responde el pensador francés Alain Finkielkraut. Para él, el derecho estatal no puede incluir normas extremistas, sólo puede ser neutro y laico, que no es más que la encarnación de la patria tolerante y secular.

Por consiguiente, no podrían coexistir un demócrata-tolerante y un demócrata-intolerante en un mismo sistema incluyente porque el primero –increíblemente- excluiría al segundo.


Imagen: Second round of the French presidential election of 2007. Foto: Rama. CC BY-SA 2.0 fr


 

 

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