Educación y humanismo desde la semántica del Caribe

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Por: Jesús Ferro Bayona.


 

A continuación la Disertación de Jesús Ferro Bayona con motivo de su ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua

Bogotá, noviembre 24 de 2014.


 

Educación y humanismo

desde la semántica del Caribe

Disertación de Jesús Ferro Bayona

Con motivo de su ingreso a la

Academia colombiana de la Lengua

Bogotá, noviembre 24 de 2014

Señoras y señores académicos :

Reciban ustedes mi gratitud por elegirme para formar parte de la Academia colombiana de la Lengua; considero que esta es una decisión con la que ustedes me honran.

Igualmente, agradezco a usted, doctor Jaime Posada, sus amables palabras de recepción.

Mi disertación de ingreso versa sobre “Educación y humanismo desde la semántica del Caribe”.

 

A mis hijos,

los de sangre y los de espíritu

 

Soy hijo de la región Caribe y de Colombia regional, pues mi padre provenía de una familia de Villa de Leyva y mi madre había nacido en Ocaña, la de los albores republicanos, entre las montañas de la cordillera Oriental.

Pertenezco, lo digo sin falsa modestia, a la provincia. Debo decir también que durante mi juventud me eduqué en Santa Rosa de Viterbo y Bogotá. De esos años de estudio de los clásicos griegos y latinos viene a mi memoria la figura del padre Manuel Briceño Jáuregui, quien fue director de esta insigne Academia y de quien recibí una formación humanista sólida y rotunda.

Llevo grabadas en el recuerdo, y en los apuntes de clase que conservo, las huellas de sus precisas como risueñas lecturas y análisis de la Eneida, e igualmente de las Odas de Horacio[1], que leía en latín diáfano:

 

Exegi monumentum aere perennius

Regalique situ pyramidum altius

 

Luego nos hacía aprender de memoria, y repetir en voz alta, párrafos enteros de los clásicos, corrigiendo con amabilidad los errores de dicción.

Recuerdo con afecto a Manuel Briceño: al profesor, exigente y cordial, y al amigo sencillo que frecuenté hasta poco antes de su muerte. Me llevaba a Barranquilla sus libros, entre ellos, la traducción que hizo de Politeia de Aristóteles, editado por el Instituto Caro y Cuervo en 1989, y fue él quien me presentó, siendo yo muy joven, al padre Félix Restrepo Mejía, con ocasión de una estancia en el Colegio de San Bartolomé La Merced.

No olvidaré las conversaciones en las que esbozaba preguntas de principiante a ese coloso del saber clásico que fue Félix Restrepo. En algún momento de nuestra larga amistad, Manuel Briceño me regaló, con dedicatoria de su puño y letra, Llave del griego, de autoría de los padres Eusebio Hernández y Félix Restrepo, y con introducción suya[2], que guardo con cariño, así como los libros de mis maestros, joya del humanismo en el que me formé con los más ilustres profesores que ha tenido el país; legado que me prometí conservar y compartir.

Fue debido a la formación clásica, y al ejemplo eminente de intelectuales humanistas, como me convertí en un profesor de humanidades que dio sus primeros pasos, en una época ya un poco lejana, en el Colegio de San Ignacio de Medellín.

Tuve el privilegio de continuar estudios de postgrado en universidades europeas, donde redoblé la veneración por mi lengua materna, a la que me había apegado con fervor desde mi infancia, cuando releía la Alegría de Leer y tantos otros libros que mi madre ponía en mi mesa de estudio. Como si fuera una paradoja decirlo, en Europa apreciaba cada vez más el tesoro de mi lengua castellana mientras aprendía otros idiomas.

 

Un futuro mejor con educación de calidad

Lo dicho hasta ahora, a saber, lo que me llevó a abrazar la vocación de profesor, sin dejar por ello de ser estudiante –un estudiante de la mesa redonda, como expresó Germán Arciniegas–, intenta ser una introducción al tema que quiero tratar, porque encuentro conexiones estrechas entre la educación que recibí y la que he pretendido facilitar como académico y rector universitario.

De manera particular quiero referirme a los jóvenes del Caribe colombiano y al más alto destino que se merecen mediante la educación y el humanismo.

Sin lugar a dudas, la figura cimera de la escritura, patrimonio de nuestra lengua, es Gabriel García Márquez. De su obra escrita destaca Cien años de soledad, fábula magistral de las leyendas y cuentos que recorren las poblaciones, testimonio de la fuerza tranquila de la tradición oral, que tanto ha distinguido a la cultura de los habitantes de la Costa norte.

Al término de ese grandioso relato, que exalta de manera mitológica la historia de nuestra región, el Nobel escribe:

Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

Acabo de leer un párrafo estremecedor: la tragedia de la estirpe de los Buendía, que sin cesar me ha aguijoneado y me ha puesto a pensar sobre el porvenir de mi propia generación y el de los innumerables jóvenes a cuya transformación nos hemos dedicado.

No voy a hacer una interpretación literaria del significado que, en sentido fatalista, puede o no tener la frase de Aureliano Babilonia. La retomo, más bien, desde la semántica que a contracorriente corresponde a quienes recibimos el encargo de la educación universitaria, en cuyo cauce transitan las inteligencias y lo sueños de los jóvenes que anhelan el cambio de su destino por voluntad de superación, que es voluntad de futuro.[3]

Traigo este asunto a primer plano porque es motivo de inquietud la precaria situación socioeconómica de gran número de jóvenes del Caribe colombiano. Aclaro que el énfasis al respecto se debe a las condiciones materiales, pues a los habitantes de mi región les sobran talentos, pero muchos de ellos no pueden cultivarlos por causa de la inveterada exclusión e inequidades sociales, enorme deuda histórica que aún queda por saldar.

No quiero cansarlos con estadísticas; sin embargo, es preciso señalar que, mientras en la capital del país, así como en los departamentos del centro de la república, la mitad de la población en edad de seguir estudios de educación superior logra matricularse en alguna de sus instituciones, apenas la mitad de esa mitad de jóvenes colombianos, a saber, el 26 por ciento promedio de la juventud de la región Caribe, logra hacerlo efectivamente. Se trata, hay que repetirlo, de condiciones económicas que obstaculizan la realización de los sueños de incontables jóvenes.

No obstante, es justo reconocer que las políticas de mayor cobertura educativa de la población joven, impulsadas por los gobiernos de los últimos años, han sido, sin duda alguna, eficaces. Hoy es posible afirmar que a la fecha muchos más jóvenes pueden acceder a la educación superior en las distintas zonas del país, incluida la Costa norte, pese a los rezagos comparativos que no cesamos de lamentar.

La pregunta que sigue todavía pendiente de respuesta satisfactoria es si los progresos que se han hecho en relación con el aumento de la matrícula en instituciones de educación superior son comparables con los logros en la excelencia de la formación.

Pensemos en el mayor número de profesores que, según la Misión de los Sabios de 1993[4], deberían tener doctorados para ser docentes e investigadores; veinte años después, las metas de la Misión no se han cumplido a cabalidad.

Me pregunto si los métodos pedagógicos son, en general, los más idóneos e incluso concordantes con el desarrollo de las tecnologías del aprendizaje.

Surgen interrogantes sobre las inversiones en bibliotecas y en investigación que se requieren para que la educación de calidad sea una herramienta al alcance de la totalidad de los estudiantes de la educación superior.

En la perspectiva de la calidad educativa, por tanto, la tarea por cumplir es muy grande; los retos de la excelencia son, a mi juicio, inaplazables; sin embargo, en la actualidad vamos por buen camino. La eficacia de los procesos de acreditación que se han estado aplicando en el país –tanto en lo institucional como en los programas académicos– se ha vuelto notoria desde hace más de una década. En consecuencia, cabe esperar con optimismo que la llamada “cultura de la acreditación” se acreciente para asegurar el futuro de los jóvenes educandos.

Por otro lado, nos producen gran preocupación las familias colombianas de menores recursos económicos, cuyos hijos no pueden acceder a la educación superior, en número que se vuelve un desafío a la gestión educativa del Estado y de los particulares.

Son tan elevados los índices de pobreza, que impiden a muchísimos jóvenes tener la posibilidad de recibir educación en una universidad; sobre todo educación de calidad que dignifique las vidas y haga soñar a mentes juveniles, que uno no puede quedarse impasible esperando a que llegue el Estado, pese a que los recursos oficiales han ido creciendo, como ha sucedido con las diez mil becas que el Gobierno acaba de crear con el fin de que los estudiantes de estratos uno y dos que hayan obtenido altos puntajes en las pruebas Saber 11 puedan ingresar a las mejores universidades del país.

En consonancia con dicha acción gubernamental, en las universidades tenemos el deber de conseguir más recursos de las empresas y de los donantes particulares con el fin de complementar la tarea del Estado y cumplir con los imperativos de la responsabilidad social.

Conviene, por tanto, concluir que, si bien las necesidades de la población joven son enormes en materia de formación para lo superior, las oportunidades que se están dando empiezan a convertir la educación en el pilar del desarrollo humano, en el eje de una Colombia nueva, que es el anhelo de nosotros, los humanistas de la educación.

 

Las cadenas de la servidumbre,

los caminos de la libertad

En la primera parte de esta disertación hemos hecho énfasis en las oportunidades para que más colombianos tengan acceso a la educación superior. En ese sentido, ni la fatalidad ni las adversidades pueden desanimarnos. Nosotros los educadores tenemos la gran misión de contribuir a transformar vidas que le cambien el curso a la corriente pesimista de la historia.

Me refiero al pesimismo que puede caer sobre nosotros, como ocurrió con la estirpe de los Buendía. A nosotros también nos pesa la tradición de acontecimientos que produjeron servidumbre y dependencia, sin olvidar que la dominación del pasado subsiste en el presente revestida de otras formas.

Como muestra, permítanme leer este párrafo inicial, objeto de variados análisis, del libro La escritura de la historia, de nuestro profesor Michel de Certeau:

Amerigo Vespucci el Descubridor llega del mar. De pie, y revestido con coraza, como un cruzado, lleva las armas europeas del sentido y tiene detrás de sí los navíos que traerán al Occidente los tesoros de un paraíso.

Frente a él, la india América, mujer acostada, desnuda, presencia innominada de la diferencia, cuerpo que despierta en un espacio de vegetaciones y animales exóticos.

Después de un momento de estupor en ese umbral flanqueado por una columnata de árboles, el conquistador va a escribir el cuerpo de la otra y trazar en él su propia historia. Va a hacer de ella el cuerpo historiado –el blasón– de sus trabajos y de sus fantasmas. Ella será América “latina”[5].

Se detecta en esas palabras una imagen perturbadora que narra el sometimiento. No es un relato fiel de la historia, es una lectura que interpreta y cuestiona, porque interpela acerca de la figura repetida en nuestro acontecer del discurso del poder, es decir, la escritura conquistadora.

No obstante, también nos indica que la escritura de la historia se nos propone, a la vez, como un llamado a una práctica histórica de la libertad, la escritura que libera, la liberación de las servidumbres.

En ese marco semántico es en el que se pone de relieve el papel transformador de la educación. Leer y escribir, analizar y pensar, actos que el profesor y el estudiante debemos llevar a cabo cada día con disciplina y rigor.

En los últimos años he visto una orientación plausible de los exámenes del Icfes, pues en ellos se les ha dado un lugar esencial al leer y escribir, lo que se ha traducido en los curricula de las universidades en prácticas de lectoescritura: no avanzaríamos mucho en educación superior si no intensificamos esas prácticas; mucho más hoy cuando los estudiantes están cercados por imágenes y sonidos que los distraen de las lecturas de libros de ciencias y de humanidades.

Para sobreponernos a tantas y nuevas servidumbres, cabe muy bien la reflexión kantiana en aquel famoso escrito Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? : sabemos la claridad con la que Kant responde que la ilustración es la salida del hombre de su condición de menor edad, de la cual él mismo es culpable.

Los educadores hemos repetido sus palabras sobre la “minoría de edad”, entendida como la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro. El pensamiento kantiano, manifestado en el escrito que acabamos de mencionar, es cardinal en el ejercicio de una educación que libera, traducido en prácticas de libertad en el aula y en la investigación, como dije respecto de la escritura de la historia.

No puede ser de otra manera, pues Kant nos formula su invitación al final del primer párrafo: ¡Sapere aude! -¡atrévete a saber!-, porque tener el valor de servimos de nuestro propio entendimiento es la divisa de la ilustración, es el camino de la libertad.

 

El humanismo en la semántica caribe

Ni el aumento de la cobertura educativa ni los avances en la calidad alcanzan a completar el ideal de la formación del ser humano. La educación que tiene futuro es intrínsecamente un acto de perfeccionamiento de la humanidad de cada persona; de todo lo humano que tiene como posibilidad de ser.

En tal sentido cito las palabras que escribió el padre Manuel Briceño en su libro Humanismo clásico (1987): “No es la técnica sola, deshumanizada y descarnada, la que sostiene al hombre, sino también –y mucho más– el reino de las ideas, el de las letras y el del espíritu”.

El poeta cartagenero Gustavo Ibarra Merlano –que se contaba entre las personas que tuvieron amistad e influencia en García Márquez, cuando este último vivía en Cartagena– le dijo en una ocasión: “Podrás llegar a ser un buen escritor, pero nunca serás muy bueno si no conoces a los clásicos griegos”. Fue entonces cuando le entregó al futuro Nobel las obras completas de Sófocles.

Con acierto, el escritor Héctor Rojas Herazo ha subrayado el humanismo del poeta Ibarra Merlano al referirse al poemario Hojas de tarja[6]. Ibarra era un humanista: de los que hablaban en griego y en latín, por eso se entiende perfectamente que le recomendara a García Márquez que leyera a Sófocles.

La destacada filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum ha escrito párrafos iluminadores sobre el humanismo renovador, con el que me identifico. Para lograr el cultivo de la comprensión, elemento clave en las mejores concepciones modernas de la educación, dice: “Las instituciones educativas deben adjudicar un papel protagónico a las artes y a las humanidades en el programa curricular”[7].

 

La comprensión –la capacidad de ponerse en el lugar de otra persona y de entender los sentimientos y expectativas que podría tener esa persona– es una característica del humanismo. Para ello, no hay duda de que las artes, la literatura, la poesía ayudan a comprender el mundo interior propio y el de los otros, el mundo de aquellos con quienes convivimos.

La escuela y la universidad nos deben dar la posibilidad de aprender y ejercitar ese humanismo de la comprensión, facilitar los recursos pedagógicos para relacionarnos con los demás de manera cordial y amistosa.

Sin querer forzar la lectura de los rasgos humanísticos de los habitantes de mi región, encuentro, como lo hace Orlando Fals Borda en su Historia doble de la Costa, que “el ethos no violento de la Costa caribe colombiana tiene raíces antiguas y profundas en pacíficas culturas indígenas locales, reforzadas por factores ambientales y naturales propios, aparte de la posible influencia de elementos convergentes importados con la esclavitud”[8].

Fíjense ustedes, como ejemplo, que el combate de la Humareda (El Jobo, cerca de El Banco, 1885) no fue, en sentido estricto, un enfrentamiento entre pobladores del lugar, sino, más bien, producto de los conflictos entre los sectarismos partidistas del país, acaecidos en épocas que recordamos por los innumerables muertos que dejaron. Todavía hoy los habitantes de la depresión momposina se refieren a las descripciones que de ese combate se han hecho como relato ajeno a la narrativa propia, a la cual contraponen la expresión “¡Libros sí, fusiles no!”[9].

Es una interpretación breve de los sucesos más oscuros de nuestra historia que aún hoy se pueden repetir, cambiando los actores, cuando hacemos el recuento de los campesinos masacrados y las familias desplazadas por la violencia en la Costa Caribe colombiana.

Por tanto, cuando en este mundo interconectado se levanta el lamento ante la socavación de los recursos naturales y de las culturas locales, y observamos también el debilitamiento del cultivo de las humanidades, como está sucediendo en nuestro país, volver los ojos a lo que representa la cultura del Caribe puede ser un aporte muy valioso, a mi entender.

Dije en otro lugar[10], y me repito aquí, dada la ocasión que me brinda la Academia de la Lengua, que la tradición cultural nuestra se aprecia en la pintura, como la de Enrique Grau y de Alejandro Obregón, entre tantos pintores de la Costa, con su trópico de fogaje que penetra los silencios de luz, se mete por los caños y manglares para redescubrir los elementos que nos definen: barracudas y mojarras, mariamulatas, caimanes dormidos, camarones inermes, aves que caen al mar, un tauro virgo, el gavilán pollero, la lluvia, el mar, la magia del Caribe con sus náufragos y sus volcanes sumergidos.

Por todos lados encontramos la música, a la que Alejo Carpentier llamó el denominador común de estas tierras caribes[11]. Es la música del son o del bolero cubano en su larga evolución, como puede ser el merengue dominicano; y también el reggae de San Andrés y Providencia, así como nuestra música afrocaribe, de tambora y flauta de millo, nuestro porro y nuestra cumbia.

El humanismo se revela de manera singular en las palabras de nuestra lengua castellana que al pasar al poema les cantan al límite y resplandor de Rojas Herazo, a las alondras, como en Giovanni Quessep, al alba de olvido, en la poesía de Meira Del Mar.

Disfrutamos la cultura del calor humano en el lenguaje cotidiano que todos hablamos para significar nuestro mundo caribe sensual, luminoso, fresco como las trinitarias y ardiente como las playas. El nuestro es un pueblo adonde García Márquez trasplantó las tragedias de Sófocles con su prosa de La Hojarasca, o aquella otra que los griegos de la época clásica ya habían llorado en sus teatros, como en Crónica de una muerte anunciada.

La cultura y el humanismo del Caribe se hallan en la gente, en el modo de ser y de sentir costeños: unas veces melancólico en los crepúsculos de nuestros muertos; otras veces festivo en el goce del amor y la música, y tantas otras veces en los silencios de la lectura y la escritura creativas de nuestros compositores, nuestros poetas, nuestros escritores.

La cultura del Caribe, con toda su humanidad, superó la fase del descubrimiento, hizo posible la trascendencia del habla cotidiana, encontró en el arte y la literatura su medida. Lo que falta es darles más espacio, crearles a sus gentes, en especial a los jóvenes, mayores posibilidades de educarse, de proyección nacional e internacional, de fomentar el talento que se encuentra en todos los rincones con auténtico anhelo de cultivarse.

Lo que falta aún son mayores oportunidades para que se pueda expresar –por medio del teatro, del cine, de las artes y las letras– la riqueza multiforme de una tierra y un pueblo que han nacido para alcanzar un gran destino histórico.

Esa es la promesa de la educación y del humanismo que he expuesto ante ustedes.

Gracias por escucharme.


 

 

[1] Libro III, XXX.

“Levanté un monumento más duradero que el bronce,

más alto que la arquitectura regia de las Pirámides”(…).

[2] Edición facsimilar, publicación del Caro y Cuervo (1987).

[3] Nietzsche, Así hablaba Zaratustra.

[4] Comisión de la cual hizo parte precisamente Gabriel García Márquez.

[5] Op. cit., México, Universidad Iberoamericana, 2010, p.11.

[6] Citado por Gustavo Tatis Guerra, 2004.

[7] Sin fines de lucro, Porqué la democracia necesita de las humanidades, Buenos Aires, Katz editores, 2012, p.132

[8] Op. cit., tomo 2, Carlos Valencia editores (1981), p. 20 B.

[9] Op. cit., p. 17 A.

[10] Jesús Ferro Bayona, Una visión de la cultura caribe. En Visión de la universidad ante el siglo XXI, Barranquilla, Ediciones Uninorte, 2000, pp. 282 y ss.

[11] La cultura de los pueblos que habitan en las tierras del mar Caribe, pp.177 y ss.


 

Jesus Ferro Academia de la Lengua

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