Educación básica

Por: Pascual Gaviria Uribe.

Desde hace siete años largos dudo de mis capacidades como padre en busca de darle un orden comprensible al mundo que atropella y confunde. Entrego las respuestas más sencillas y ciertas que encuentro: mapas para las curiosidades geográficas e históricas y esqueletos para los interrogantes anatómicos.

“Asqueroso”, dijo mi “alumna” la última vez que intenté una explicación biológica más o menos convincente. Frente a las preguntas religiosas solo me queda poner a la Virgen María a la altura de La Llorona y La Patasola, un espanto más. Y uso las dos manos para las tareas matemáticas. Cuando me acorrala con dudas sobre la sociedad, por el recelo o la tristeza que causa una escena callejera, no encuentro más que bajar la cabeza y el tono e intentar que la frustración diga más que la frase cruda y torpe.

Educar a conciencia, como una tarea que exige sabiduría y compostura, implica siempre cierto aturdimiento. Cuando los padres han preparado la escena y se han puesto a la altura de los ojos de su hijo ya todo está perdido. La solemnidad hace dudar al niño que ahora presiente una tarea, una mentira o una recompensa. Si el discurso resulta muy corto habrá un malentendido y si resulta muy largo todo terminará en fatiga mutua. La educación hogareña supone además un peligro supremo para los padres. Las pataletas aleccionadoras nos llenan de orgullo por la firmeza, de modo que al poco tiempo estamos convencidos de que la impaciencia es una virtud. Unos días después el remordimiento lleva a soltar un poco las cuerdas y a dejar que el viento de la televisión, los juegos de video, el azúcar, el trasnocho y la pretensión infantil haga su desorden y construya las nuevas reglas, ahora grabadas sobre la memoria pétrea de los niños cuando la costumbre favorece sus gustos. Un momento antes de las nuevas imposiciones de sus hijos los padres habían interpretado el desaliento como un alivio necesario y benéfico.

Mientras los padres siguen sus cronogramas y resaltan algunas reglas en los tableros de la casa, los niños atienden cada vez más a las imposiciones y los caprichos de sus pares. El compañero de la buseta puede desbaratar en veinte minutos diarios el nudo de teorías que la madre ha construido con la idea de estar tejiendo. Y una compañerita con mediana influencia y el pelo más brillante puede imponer los gustos que el padre ha despreciado e intentado condenar con ejemplos burlescos y algún grito. Si usted se empeña con la lupa para que su hijo juegue al entomólogo y descubra asombrado la fila de arrieras con las hojas cortadas camino al hormiguero, resultará que la muchachita grita al ver cualquier cosa que se mueve bajo sus pies. Y si usted se burla de ese fantasma al que apodan dios la criatura se santigua. Y cuando usted habla con todas las palabras frente a la niña, sin cuidarse de nada, sabiendo que las palabras son el mismo puto aire, pues la pequeña le recuerda que sus oídos están cerca, y ni siquiera es capaz de repetir, así usted la conmine, la palabrota que soltó un taxista por la radio luego del reciente temblor.

No valen la pena las lecciones de honor ni las cátedras menores ni los adagios que se convertirán en estribillos, y uno termina por consolarse ante ese instinto que empuja al niño al llevar la contraria. Pero tranquilos, no es rebeldía, es solo que sigue a la manada de quienes están dos años adelante. Imposible pelear contra los alumnos de Cuarto B.


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